“Cuando la oscuridad se desvanezca, Colombia será un gran país” comentó George en un inglés untado de creole mientras su mirada profunda como la inmensidad me escrutaba a través del retrovisor. “Colombia y Haití comparten historia, somos hermanos” y sonrió acelerando por la Van Wyck con nuestra tácita cofradía flotando alrededor. Entonces al principio no lo entiendes, crees que simplemente está tratando de ser amable para llevarse una buena propina como casi todo el mundo aquí ¿Colombia y Haití, hermanos? Lo siento, George, creo que en la repartición de fraternidades ya nos tocó Venezuela. Pero luego la calle te demuestra lo contrario.
Cuadra tras cuadra empiezas a sentirte un poco más en casa y a lo sumo no tan extraño. Fundidos como parte del paisaje, percibes detalles inesperados en los que te ves reflejado aún en medio de su extrañeza misma. Está allí, en la risa atronadora de cada anciano caribeño que juega dominó en el andén mientras pide a sus amigos que le hablen de pelota caliente, en la voz ronca del carnicero salvadoreño que te saluda “¿Qué se le ofrece, primo?” al ritmo del golpe inclemente que asesta con el filo de su cuchillo a una pechuga de pollo, o en el cajero mexicano que sonríe contando un fajito de dólares y al final exclama “Este año queremos ir con mi novia a Cartagena”.
Todos ellos, similares aunque diferentes, inmersos en su propia singularidad, guardan en común algo con lo que logras sentirte identificado. Una calidez en su forma de mirar, que ya mucho antes has percibido cómo te abraza. Un fuego silencioso que has visto arder en tus padres, en tus abuelos, en tu barrio, en tu gente. Y es justo en ese instante, cuando uno comprende lo que significa ser latino. Un concepto tan lógico y tan básico del que nunca estamos del todo convencidos, una fuerza de tal atracción que sorprende la facilidad con la que se refunde en nuestras aburridas cotidianidades.
Como ciudadanos de distintas regiones unidos en un solo mega país, arropados bajo una misma bandera que no es una sino todas a la vez. Un vínculo tejido con cada frase en español, como el santo y seña de un código secreto que solo nosotros conocemos. Y la alegría, esa alegría auténtica de dar con alguien que también lo habla. Sin importar los acentos o los modismos, siempre nos recorrerá el fresco de compartir la misma lengua, esa que viene cargada de confianza y eñes por doquier.
Entonces de pie en el supermercado junto a cajas y cajas de comida instantánea, fiel reflejo del estilo de vida sin tiempo de este lugar, lamento por lo bajo la mala suerte de los gringos porque nunca llegarán a saber lo que sabe un chocolate hecho con pastillas sólidas y no pulverizado. Cuando el susurro de alguien cantando una canción de J. Balvin me devuelve a la realidad y pienso en George, quien estaba en lo cierto: Colombia, Haití y todos los demás países latinos somos realmente hermanos.
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