“En el cajero hay una chica llamada Yuli que le ayuda con el trámite. Dígale que va de parte de Alexandra”, me dijo una rolliza señora de acento costeño que tostándose al sol me persiguió durante una cuadra a la salida del consulado colombiano en Madrid. Bajé por la calle de Alfonso XI buscando el Banco Santander donde debía pagar los 7 euros de la apostilla. No fue difícil encontrarlo, pues una fila de personas que agarraban en la mano el mismo papelito mal cortado que yo se formaba a lo largo de la acera.
Uno a uno, todos los que llegaban a la máquina eran atendidos por una chica de pantalón de sastre negro que parecía saber lo que hacía y en cuestión de segundos salían con su comprobante de pago de vuelta al consulado. Entonces llegó mi turno. “Tú debes ser Yuli, me envió Alexandra” y tras unos rápidos toques de pantalla ya la consignación estaba lista. “¿Sí le dijeron cuánto es?”. Y allí lo comprendí todo. Yuli no era funcionaria del consulado ni del Banco Santander, aunque parecía ambas cosas, era simplemente una tramitadora que había tomado el cajero como rehén y se dividía las ganancias de aquella estrategia con Alexandra. “¿El gerente de la sucursal sabe que cobras por usar su cajero o quieres que entre y le cuente?” fue lo único tras lo cual me dejó ir sin una escena en plena calle.
Pocas madrugadas después, mi novia abordó un Cabify mañanero rumbo a la oficina. El conductor se presentó como Julián y le pidió tres veces la dirección de destino para introducirla en su celular. Tras un teatro de torpeza manual poco convincente y un clamor ahogado de ayuda al todopoderoso se disculpó con ella porque sin intención, y tras ser víctima de un arrebato de su propia negligencia, había cancelado el viaje. Luego le propuso que le pagara en efectivo el monto que había calculado la aplicación por llevarla.
Ella, urgida por llegar a tiempo en su primera semana, aceptó, pero conforme iba avanzando hacia la Plaza de Castilla las piezas fueron encajando en su cabeza: un día antes Cabify había habilitado el pago en efectivo en su plataforma, y justo al día siguiente muy oportunamente a nuestro amigo se le había olvidado cómo usarla. Así, con el dinero pulpo en el bolsillo, Julián no tendría que pagarle ninguna comisión a Cabify. Una falta de lealtad menor con su empleador que saldría impune. “¿Y usted es de Madrid, Julián?” preguntó mi novia al bajarse. “No, no, soy de Bogotá” dijo él con orgullo.
Y así, por alguna extraña razón, en todos los episodios de dudosa conducta que he presenciado en España ha estado involucrado un colombiano. Siempre nosotros. Allí, buscando la comba al palo, el eslabón débil, el cómo ser más abejas que los demás. Algunos dirán que es malicia indígena, yo diré que es una vergüenza y que por gente como ellos es que en el extranjero nos tratan como nos tratan.