“Dios es amor”, es su definición en el Nuevo Testamento (I Jn. 4,8). Todo cuanto El realiza, la creación entera, es fruto de su amor, y, luego, un gesto infinito, la redención de los seres humanos con el envío de su propio Hijo a hacerse uno de ellos para salvarnos. Es esto cuanto hace exclamar a Jesucristo al hablar de su propia misión: “tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito para que el que crea en El no perezca” (Jn, 3,16). Pero los momentos cumbres del amor divino los conmemoramos los cristianos en la Grande Semana, llamada con razón “Semana Santa”. Es toda ella, desde el Domingo de Ramos hasta en su Resurrección (Mt. 27, 40), colmando todos sus días, aún el de su muerte, de alegría infinita. Es el “Aleluya” que sigue resonando de generación en generación.
Qué gozo tan infinito experimenta el creyente en Jesús, gozo que no se turba por nada en el corazón del creyente, que crece cada día bien vivido en la tierra, y que será el que absorbe por eternidad de eternidades cuando se llega ese fin maravilloso, que da plenitud al ser humano. “Este gozo no va a pasar”, cantamos en celebraciones que nos hacen sentir el indecible regocijo de sentirnos amados por un Dios que es nuestro Padre.
Si vivimos paso a paso los “días santos”, estamos llamados a experimentar esa maravillosa realidad que trae a nuestro existir cada paso del Salvador, desde su entrada triunfal a Jerusalén, que fue voluntad del Padre que fortalecería su espíritu para soportar las amargas penas que Jesús mismo experimentara, en momentos supremos cómo en el Huerto de los Olivos y el sentirse cubierto por los pecados de la humanidad, por lo que ofreció todo al Padre, con expresiones de esperanza y seguridad (Lc. 22, 42 y Lc. 23,46).
Los diálogos de Jesús en los primeros días de la Gran Semana, la institución de la Sagrada Eucaristía, en compartir con los suyos y herencia preciosa en memoria de lo que seguía, su pasión, muerte y resurrección, siempre en confiada oración al Padre, a quien todo lo ofrecía. La misma despedida de María, que compartía sus penas, y la voz del ladrón arrepentido confortaron su espíritu, y nos dejó ejemplo de infinita confianza y de alegría en medio de las mayores penas.
La reflexión anterior me la ha inspirado el Espíritu Santo, a quien siempre invoco para mí mismo, para familiares y generosos lectores, y que comparto desde medios de comunicación abiertos a difundir pensamientos que confortan y alegran el alma. No es ambiente de “angelismo” sino de realismo espiritual que bondadosamente concede Dios a quienes con sencilla fe nos acercamos a Él, para que su influjo divino nos dé estas aplicaciones a las que invitamos darle ingreso a nuestro vivir, algo de suprema importancia, dejando de lado toda indiferencia ante esas voces de lo alto.
“Aleluia! ¡Aleluia”. Es voz exultante de la Iglesia en la madrugada de la resurrección del Señor. Es justa expresión, que se suprime en los días de penitencia, pero que debe estar siempre en quienes sentimos en el corazón la presencia del amor divino, que en ninguna circunstancia, fuera del pecado, hemos de darle cabida los creyentes.
*Obispo Emérito de Garzón