Las movilizaciones en 60 ciudades norteamericanas y en muchas más de todos los continentes, en protesta por la muerte de George Floyd a manos de la policía, prueban el fracaso de dos gestiones presidenciales: la de Obama y la de Trump. La Jefatura del Estado en los sistemas democráticos está obligada a convocar a la Nación a propósitos comunes y a convertirse en la vocera indiscutida de la sociedad que dirige.
Obama pretendió cumplir esa tarea, pero no se atrevió a mover una coma de una institucionalidad anquilosada, de lejos superada por los nuevos tiempos y por el crecimiento del país, que según la expresión audaz de Paul Johnson “es la más grande de las aventuras humanas”. Los herederos de los “Pilgrims” construyeron su camino sobre la tierra despojada a los indígenas y regada con el sudor de los esclavos.
También es cierto que, paradójicamente, lo construyeron sobre las bases inconmovibles de la libertad, la justicia y el reconocimiento al esfuerzo pionero. De allí surgió la utopía del “sueño americano” que atrajo hacia sus playas a los osados, a los excluidos y a los perseguidos de todo el mundo, quienes contribuyeron a crear el más poderoso imperio de todos los tiempos.
¿Tiene el gigante los pies de barro? Por más cifras y proyecciones que esgriman los pesimistas sobre el futuro de Occidente, ninguna potencia actual tiene posibilidad de derribar al Coloso del Norte. Tantos logros, adelantos, invenciones, investigaciones, confort, en libertad, lo colocan en el pináculo de la historia de los últimos siglos.
Negar que Estados Unidos ha sido tierra de oportunidades es falsear su leyenda. El acto de posesión de Barack Obama, el 20 de enero de 2009, simboliza de cuanto es capaz de ascender el ser humano en una sociedad libre. Sin embargo, desde su discurso inaugural dio la sensación de que haría un gobierno basado en su natural carismático y en su facilidad de palabra. Preso del Partido Demócrata, se lanzó en una carrera de concesiones a sus pares del mundo sin que el pueblo de su raza lo viere batallando por ellos a lo Martín L. King o a lo Kennedy. Decepcionó a los suyos, traicionó su origen expulsando inmigrantes y pretendió entregar el palio a una representante de la politiquería washingtoniana En su mandato creció la desigualdad, hizo pocos intentos serios de cambio y hubo demasiada pasarela.
Entonces, llegó sorpresivamente Donald Trump, quien con su actitud pendenciera perdió la confianza del mundo y, especialmente, de los aliados europeos por el intento de debilitar la Otan y, ahora, por la insensatez de retirar a EE.UU. de la OMS en plena pandemia. Resurgieron todas las contradicciones de la sociedad norteamericana. Al mismo tiempo que, antes del Covid-19, se logró el pleno empleo Estados Unidos figura entre los países más desiguales del mundo.
Con un Presidente que no ha sabido encarnar la unidad de la Nación ni frente a la pandemia ni frente a las protestas va a ser difícil abrir las puertas hacia la transformación social que se reclama. La justicia racial ofrecida por Biden no entusiasma. Además, los éxitos económicos de la administración actual aún pueden concederle una segunda victoria a Trump. Lo cierto es que las palabras del Reverendo Al Sharpton, en el majestuoso funeral de George Floyd: “Quita las rodillas de nuestro cuello”, reflejan las hondas heridas del alma del coloso.