NADA peor en política que las dubitaciones, las palpitaciones y el temblor temeroso al tomar las decisiones.
Por estas fechas, hace un año, España se vio sometida a un desafío superior.
Los separatistas de Cataluña que, fraccionados en varios partidos, a duras penas llegan a la mitad, proclamaron la independencia.
Con sus maniobras plagadas de violencia directa y simbólica, propiciaron una desbandada de miles de empresas que decidieron irse a otros sitios del Reino a probar suerte.
De hecho, fracturaron a la sociedad y rompieron el marco constitucional y legal, al amparo de una policía autonómica politizada, graves corruptelas y un gasto exorbitante en representación internacional.
Por supuesto, trataron de engatusar a los jueces con sofismas pueriles, pero no lo lograron, y fueron a parar a prisión.
El propio presidente del gobierno autonómico, promotor de semejante delirio, y algunos de sus cómplices, se dieron a la fuga y no pueden pisar suelo español, a menos, claro, que quieran pasar el resto de sus días tras las rejas por rebelión, malversación de fondos y abuso de autoridad.
Lo que nunca calcularon los sediciosos fue que el gobierno nacional, conservador y firme en sus convicciones, defendiera el interés general a capa y espada aplicando el artículo de la Constitución que permite tomar el control de los gobiernos regionales con el fin de restablecer la democracia donde quiera que se haya violentado.
Metódicamente, y con la debida autorización senatorial, los dirigentes designados desde el centro, apoyados por la otra mitad de la población que siempre ha sido respetuosa de la ley y del orden, lograron desarrollar unas agendas que durante años permanecieron empantanadas por obra y gracia del nacionalismo excluyente y pendenciero.
Precisamente, esa Cataluña democrática y decente se expresó luego en las urnas y eligió a una candidata de la derecha que no pudo posesionarse debido a las componendas parlamentarias de las agrupaciones de izquierda.
Y así, justo en el momento en que todo parecía propicio para el reverdecer del área, vuelve la debacle con una moción de censura que desaloja a los conservadores de La Moncloa y, sin someterse a elección popular alguna, lleva a los socialistas al poder central.
En pocas palabras, después de tantos esfuerzos exitosos por recomponer la convivencia y la cohesión, un gobierno instalado en Madrid de la noche a la mañana no ha sabido cómo enfrentar a las jaurías nacionalistas dispuestas a lograr la desconexión a toda costa.
Se avecinan, pues, en Cataluña unos meses que estarán plagados de insolencia, persecución y despotismo pero, sobre todo, de gobernantes tremulantes que no demuestran tener, desde Madrid, los arrestos necesarios para enfrentar a los supremacistas.
Al fin y al cabo, no hay nada peor en política que las dubitaciones, las palpitaciones y el temblor temeroso al tomar las decisiones.