Han pasado años desde su posesión como gobernante del país más poderoso del mundo y Donald Trump parece estar al borde del abismo. Los comentarios de que su presidencia va hacia un proceso de destitución, impeachment, ya no son un susurro, sino algo que se discute abiertamente entre sus enemigos y, aún, entre los miembros de su propio partido.
Trump, quien se ha caracterizado por ejercer un incendiario modelo de gobierno, tiene que apagar en este momento muchos incendios si quiere salvar su presidencia, algo que cada vez parece menos probable.
Es claro que su destino quedó prácticamente sellado al perder el Partido Republicano el control de la Cámara de Representantes en las elecciones legislativas del 2 de noviembre. A partir de enero, Nancy Pelosi, su más enconada enemiga y jefe del Partido Demócrata, tomó juramento como presidenta de la Cámara y nadie duda que utilizará la mayoría de su partido para detener cualquier proyecto presentado por Trump y, si fuera posible, acabar con la presidencia de su detestado archienemigo. Cómo ya lo hizo en días pasados.
Esto agrava una situación, ya muy precaria para Trump, por varios motivos, principalmente el hecho de tener 17 investigaciones abiertas en su contra y el haber fomentado, con sus escaramuzas e insultos, una “guerra a muerte” con los medios más poderosos del país.
Además, su enredada política de inmigración es para muchos una muestra de su racismo, algo contra lo cual la mayoría de los estadounidenses han luchado por décadas. No debemos olvidar que Estados Unidos se precia de ser un país de inmigrantes, donde hombres y mujeres de todas partes de mundo han venido en busca del “sueño americano” y han triunfado.
Su manejo de las relaciones internacionales es otra espina supurante en su costado. Trump ha causado una generalizada molestia, casi un repudio contra él, aún entre países tradicionalmente considerados aliados de Estados Unidos. Su manera chabacana de manejar los asuntos, su lenguaje envalentonado y su falta de la más sencilla cortesía, usual en el trato entre líderes y gobernantes, tiene a todos fastidiados, inclusive a muchos de su propio partido.
No, Trump no ha hecho amigos en sus primeros dos años de gobierno. Al contrario, se ha comportado con tal patanería que, a su paso, ha ido dejando un rastro de personas y países ofendidos por sus desplantes, lenguaje, exabruptos y desagradables gestos.
Se pensó que luego de tomar posesión como presidente en enero del 2017, Trump moderaría sus tácticas de agresivo vendedor de finca raíz, o de exaltado presentador de televisión. Se pensó que inteligentemente se transformaría en un estadista que haría historia.
Pero no fue así. Al parecer, su sorpresivo triunfo acentuó su maniático egocentrismo. Lástima, pues algunas de sus propuestas presentadas de otra forma habrían traído excelentes resultados para Estados Unidos y su liderazgo mundial.
Hoy reina el desconcierto en su gobierno, ni en la Casa Blanca saben a qué atenerse. Las negociaciones comerciales con la China, y otras de sus actuaciones comerciales, amenazan la estabilidad económica global. Además, el Fiscal General, Robert S. Muller, está cercándolo por todos los costados, en su investigación sobre sus lazos con Rusia, seis de sus asesores han sido detenidos. Sí, Trump está al borde de un abismo del cual ojalá se salve, a tiempo, el Partido Republicano.