Han transcurrido 180 días desde que Rusia invadió a Ucrania (podrían contarse más, si el origen de la agresión se retrotrae al invierno de 2014, cuando el Kremlin echó mano de Crimea). De 180 grados ha sido el giro que, desde el pasado 24 de febrero, han dado algunas cosas: la tradicional neutralidad de Suecia y Finlandia, la política exterior alemana (que se enfrentó a lo que el propio canciller Scholz denominó Zeitenwende un momento crucial), o la alianza euroatlántica (que pasó de la “muerte cerebral” a la “reanimación por electrochoque”).
Otras han dado un giro quizá menos radical, pero no por ello irrelevante. Unas cuantas se han acelerado -como la preocupación europea por la “autonomía estratégica”- y otras más parecen haberse ralentizado -como la cooperación en distintos ámbitos de la gobernanza global-.
Entretanto, una sensación generalizada de incertidumbre y anomia, de pesimismo y aprensión, parece haberse instalado en los corredores diplomáticos, las salas de juntas de las corporaciones, e incluso en la cotidianidad de hogares situados a kilómetros del campo de batalla. La coyuntura económica global, la cicatriz inmunológica de la pandemia, la volatilidad geopolítica en otras regiones del mundo, la inestabilidad política y el enrarecimiento del clima social en muchos países, son, junto a la guerra en Ucrania y sus múltiples repercusiones, los ingredientes de un cóctel que presagia una resaca universal, de la que no saldrán indemnes ni los más abstemios.
Lo ocurrido durante estos 180 días da para eso y para otras cosas que también llaman la atención.
Quienes se dedican al estudio de la política internacional han visto cómo las teorías más clásicas de las Relaciones Internacionales han recuperado parte de su antiguo vigor y reivindicado su vigencia. Por mucho que tengan que decir sobre el mundo las “aproximaciones críticas” a esa disciplina -y es mucho lo que pueden decir-, la política entre las naciones sigue siendo, en lo esencial, “la lucha por el poder y la paz”, como lo resumió, en un título que lo dice todo, el padre del realismo clásico, Hans Morgenthau, a quien quizá valga la pena volver a leer.
Los polemólogos han podido constatar la preocupante tendencia a la “militarización” -weaponization dicen los anglosajones- de todas las cosas: del sistema financiero internacional, de los flujos migratorios, de la información, de las materias primas, de los alimentos. Vino nuevo en odres viejos, con todo lo que ello puede acarrear.
Los estrategas han comprobado, una vez más, que la geografía importa. En el caso de Turquía, para convertirse en actor necesario de un drama que no fue escrito para ella, pero en el que puede alardear de todos sus talentos. En el de los Estados Bálticos, porque no tienen forma de no ser sus prisioneros.
Y en la encrucijada, entre un mundo ya muerto y otro que aún está por nacer, las diplomacias de no pocas naciones coquetean con el equilibrismo: intentan navegar en mares cuyas aguas, aunque conocidas, agitan ahora corrientes y vientos que sus aparejos pueden no estar preparados, ni bastar, para sortear sin derivar.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales