Es una verdad monumental como un templo: lo de menos era el ingreso de Ucrania a la OTAN. Ningún procedimiento se activó nunca en ese sentido. Hay un largo trecho de la defensa abstracta y retórica, pero no por ello anodina, del principio de puertas abiertas -íntimamente vinculado al derecho inalienable de un Estado soberano (es una tautología, pero, como están las cosas, justificada) a elegir sus alianzas y asociarse con otros- a haber abierto esa puerta, efectivamente, en algún momento.
Lo de más -lo de hace rato, lo del insólito ensayo “distórico” que escribió el verano pasado, lo de su cínica alocución de la mañana del jueves- era otra cosa: que, para Putin, Ucrania no tiene derecho a existir. Salvo, claro está, como un Estado zombi -no satélite, ni siquiera tributario-, cercenado territorial y políticamente mutilado: un Estado autómata controlado por Moscú.
Ninguna otra cosa lo habría dejado satisfecho. Incluso aunque Occidente hubiera aceptado los tratados propuestos por el Kremlin en diciembre del año pasado como “garantías para la seguridad de Rusia”, habría seguido persiguiendo ese objetivo, por cualquier medio, hasta alcanzarlo. Si tras la invasión de Ucrania hay algún tipo de negociación, ésta no será más que un disfrazado Diktat. Una imposición conseguida mediante la agresión, y que ningún edulcorante con apariencia diplomática bastará para encubrir.
Lo que ha ocurrido y lo que probablemente ocurrirá con la suerte de Ucrania, merece por sí solo, y por muchas razones, su propio lugar “en el oscuro y lamentable catálogo” (Churchill dixit) de las infamias que pueblan la historia de la política internacional. Pero, además, tendrá no pocas reverberaciones que, más allá de su reflejo inmediato -no necesariamente favorable a las ambiciones de Putin-, se proyectarán en la escena global en los años por venir.
No pocos Estados -como Alemania y Turquía, y, por consideraciones distintas, Finlandia y Suecia, o India- se verán confrontados al imperativo de responder preguntas difíciles sobre su política exterior. Ni que decir tiene, la Unión Europea y Estados Unidos. También China, cuya eventual sintonía con Rusia es todo menos unísona, ni inmune a distorsiones, como la que sin duda ha producido el reconocimiento de las “repúblicas” de Donbás.
Como si hiciera falta, la parálisis a la que puedan verse reducidas algunas instituciones internacionales erosionará aún más su legitimidad y su credibilidad. Y lo que hasta ahora parecía estar siendo una crisis “en” el orden global contemporáneo, podría desembocar en una verdadera crisis “de” los pilares que lo apuntalan -la soberanía, la libertad comercial, y el multilateralismo-. (Las preposiciones aquí hacen toda la diferencia).
Nacionalismos ya exacerbados hallarán pábulo adicional, y otros nuevos, tierra fértil y abono para germinar. Las “zonas grises” de la guerra, aunque nada nuevas, se ensancharán aún más, con el agravante de una sofisticación sin precedentes.
Un montón de efectos colaterales saldrá de la caja de Pandora que Putin acaba de abrir. Y su impacto será mundial, pues nada de lo que pase en Ucrania se quedará solamente en Ucrania.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales