El 17 de febrero Colombia se pronunció sobre la excarcelación de 222 presos políticos nicaragüenses y su “traslado” -un eufemismo para lo que no es otra cosa que un ominoso destierro- a los Estados Unidos. A través de un comunicado, la Cancillería colombiana lamentó que, además de ser “trasladados”, los excarcelados fueran despojados de su nacionalidad, en clara violación del Derecho Internacional de los Derechos Humanos -y en particular-, del Pacto de San José, del cual es parte Nicaragua. Hubiera podido añadir que la constitución de ese país, en su artículo 46, incorpora ese y otros instrumentos internacionales sobre derechos humanos al bloque de constitucionalidad.
La apatridia impuesta por el régimen de Daniel Ortega a esos ciudadanos es, por lo tanto, una violación no sólo del orden jurídico internacional, sino del derecho interno de Nicaragua. Cosa que no sorprende en absoluto, porque hace rato en Nicaragua hay tan poco Estado de Derecho como democracia. Como sea, a pesar del eufemismo, se dijo entonces lo que había que decir, y estuvo bien decirlo.
No había motivos para esperar un nuevo pronunciamiento, como el que se hizo desde San Carlos días después. Pero a la diplomacia aplica a veces aquello que dijo Pascal: “el corazón tiene razones que la razón no entiende”. Y la verdad es que resulta difícil entender con la razón el comunicado del día 23, y no sólo por cuestiones de forma, sino por consideraciones de fondo.
Si de la forma se trata, ese segundo comunicado es farragoso, hiperbólico y sobre adjetivado. Y, entre otros detalles, en la versión inicialmente divulgada, por algo que es mejor atribuir a una inexcusable falta de cuidado o a un craso error del mecanógrafo, la “potencia mundial de la vida” compara al dictador Daniel Ortega con “Atanasio Somoza”, quien quiera que éste sea o haya sido.
Pero lo más grave está en el fondo, en lo que quizá haya sido la intención (claramente fallida) de fijar una firme postura diplomática y trazar una línea de acción, con la expectativa adicional de marcar la pauta, recabar apoyo, y liderar alguna iniciativa frente a la actual situación nicaragüense.
Porque por muy graves que sean los abusos y arbitrariedades del régimen de Ortega, no tiene pies ni cabeza invocar la aplicación del Derecho Internacional Humanitario a lo que está ocurriendo en Nicaragua, donde hay evidencia suficiente de la comisión de crímenes de lesa humanidad, pero no de algún tipo de conflicto armado. Ni procede pedirle al Fiscal de la Corte Penal Internacional que “tome cartas en tan alarmante asunto”, sencillamente porque Nicaragua no ha ratificado el Estatuto de Roma y, por lo tanto, ese tribunal no tiene competencia alguna para el caso; a menos que allá lo remitiera el Consejo de Seguridad de la ONU -cosa improbable-, Rusia mediante.
Un comunicado inocuo, una estridencia que nada significa y ningún eco tuvo. De no ser porque en materia de derecho internacional es una auténtica chapuza. Un despliegue sonoro de supina ignorancia, para vergüenza del país y desconcierto de otros, que quedaron atónitos preguntándose qué quiso decir Colombia y para qué lo dijo.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales