Un manicomio y algo peor | El Nuevo Siglo
Viernes, 13 de Diciembre de 2024

Desde el 7 de agosto de 2022, en Colombia se empezó a escribir una historia que ni sus protagonistas habían imaginado. Lo que hemos venido experimentando -o más bien, padeciendo- es, sin duda, profundamente doloroso. El tan prometido cambio que sedujo a millones de votantes terminó por convertirse en un despropósito mayor que difícilmente habría sido concebible en una novela de ciencia ficción. 

El comportamiento de Gustavo Petro ha sido objeto de innumerables calificativos, pero, en realidad, podría resumirse como una auténtica locura. Lo hemos dicho: no ha gobernado, y el país se encuentra en un estado caótico en todos los frentes. En lo social, la seguridad, la economía, y las instituciones, Colombia parece andar a la deriva. Petro se ha instalado en una nube de soberbia, desde la cual se cree todopoderoso e infalible, sin advertir el inmenso daño que está causando. 

Quizá las nuevas generaciones no identifiquen a Goyeneche, el “candidato vitalicio” a la presidencia, célebre por sus reiteradas postulaciones a la presidencia y sus propuestas extravagantes. Pero hoy, Colombia parece revivir ese surrealismo político. Mientras Goyeneche soñaba con pavimentar el río Magdalena o construir un techo gigante para proteger a Bogotá de la lluvia, Petro ha prometido un tren elevado entre Buenaventura y Barranquilla y un aeropuerto internacional en el Cabo de la Vela. La diferencia radica en que, esta vez, las ideas descabelladas provienen del presidente en ejercicio. 

En cuanto a los discursos, los de Petro no tienen límites en lo absurdo. En la ONU habló de “expandir el virus de la vida por las estrellas del universo”. A las periodistas las llamó “muñecas de la mafia”. Refiriéndose al presidente de la Corte Suprema, cuestionó cómo “los hombres negros fueran conservadores”. Más recientemente, en Barranquilla, calificó de “malditos parlamentarios” a quienes rechazaron su reforma tributaria. Por si fuera poco, ha llegado a justificar como “amor” las conductas vulgares y posiblemente delictivas de su designado embajador en Tailandia, un hombre conocido por sus agresiones hacia las mujeres. 

Además, Petro no logra ocultar su nostalgia por el grupo M-19, al que perteneció. Bajo su mandato, declaró patrimonio cultural, el sombrero del excabecilla Carlos Pizarro, y en eventos oficiales exige que se despliegue la bandera de esa organización criminal. Incluso intentó regalarla al expresidente uruguayo José Mujica, cuando lo condecoró. 

Sus funcionarios no se quedan atrás. La ministra de Minas, Irene Vélez, propuso que otros países “decrecieran sus modelos económicos”. La de Salud, por su parte, sugirió “armar una crisis explícita” en el sistema. Estas declaraciones, que podrían parecer absurdas, marcaron políticas de gobierno reales. Estamos, literalmente, presenciando un manicomio. 

Sin embargo, hay algo peor. Lo que trasciende las extravagancias y los desatinos es el sello de este gobierno: la corrupción y el derroche del presupuesto. Nunca antes había sido tan evidente el despilfarro de los recursos públicos ni habían estallado tantos escándalos de corrupción que involucran al entorno presidencial. Su hermano Juan Fernando, sus hijos Nicolás y Nicolás, sus ministros Leyva, Velasco y Bonilla, el exjefe de inteligencia Carlos Ramón González, la exconsejera presidencial Sandra Ortiz, los directivos de la UNGRD, y el presidente de Ecopetrol, entre otros.

Ante este panorama de caos, desgobierno y corrupción, los colombianos nos hacemos una pregunta: ¿en qué momento caímos tan bajo? El reto que enfrentamos ahora no es menor. Salir de este abismo demandará un esfuerzo colectivo extraordinario para reconstruir lo destruido. 

@ernestomaciast