Una vez más digamos -pues a veces se olvida- que el sistema al que se acoge el Estado colombiano es el democrático. No somos una monarquía, ni una aristocracia, ni una oligarquía, ni una organización política basada en el poder del dinero, o en una determinada fe religiosa. No nos gustan las dictaduras, ni siquiera la del proletariado. Nuestra organización política es democrática. Desde su preámbulo expresa la Constitución Política vigente que sus objetivos y valores se deben alcanzar, no de cualquier manera sino “dentro de un marco jurídico, democrático y participativo que garantice un orden político, económico y social justo”. Así está reiterado en numerosos preceptos de la Carta Política, comenzando por el primero de ellos, que define nuestra organización estatal: “Colombia es un Estado Social de Derecho, organizado en forma de República unitaria, descentralizada, con autonomía de sus entidades territoriales, democrática, participativa y pluralista, fundada en el respeto de la dignidad humana, en el trabajo y la solidaridad de las personas que la integran y en la prevalencia del interés general”.
Una de las características esenciales de la democracia, como lo enseñaron John Locke en 1690 (“Tratado sobre el Gobierno Civil”) y el Barón de Montesquieu en 1748 (“El espíritu de las leyes”), radica en la separación de poderes; en el equilibrio entre las ramas y órganos que desempeñan las funciones estatales; en un ordenamiento jurídico que contempla las atribuciones, funciones y facultades especializadas y definidas, en cabeza de cada uno de ellos, así como en un sistema de controles, frenos y contrapesos que eviten la concentración del poder político.
La práctica de la democracia y la vigencia del Estado de Derecho exigen, más que la existencia de normas -que las tenemos en Colombia, en abundancia- la verdadera y efectiva independencia de las ramas y órganos del poder público, y la plena conciencia y convicción -de aquellos a quienes transitoriamente corresponde ejercer las funciones- acerca de que su lealtad y compromiso es con la Constitución y con las reglas democráticas, no con una persona, ni con un partido, ni con un líder.
Como lo subraya Maurice Duverger, “la separación de poderes, en el sentido preciso del término, no solamente consiste en esta división del trabajo: implica también que los distintos órganos gubernamentales sean independientes unos de otros”. Es “una justificación ideológica para un objetivo muy concreto: debilitar a los gobernantes en su conjunto, haciendo que se limiten recíprocamente”.
Así que todo procedimiento o mecanismo orientado a eliminar esa independencia, comprando a los titulares de unos órganos para que se sometan a otro, es, por su misma definición, antidemocrático y, por tanto, en Colombia, inconstitucional. Eso que se conoce entre nosotros como la “mermelada” -que no es otra cosa que un soborno- es antidemocrática e inconstitucional, y es corruptora y corrupta -porque corrompe las costumbres políticas y destruye las instituciones-.
No es leal con el pueblo -titular de la soberanía- que el Ejecutivo compre votos en el Congreso con puestos en la burocracia, o con asignaciones presupuestales.
Los denominados “auxilios parlamentarios” fueron proscritos en 1991. ¿Es legítima la “mermelada” a la luz de la Constitución?