Ahora que, según generalizada tendencia en medios y redes, se da por hecho que el Congreso colombiano aprobará sin mayores titubeos y sin ninguna dificultad -inclusive sin conocer su texto- el proyecto de reforma tributaria que le presentará el Gobierno, no sobra recordar -para que nuestros legisladores reflexionen durante los días santos- que los grandes cambios institucionales en la Historia, las revoluciones, las declaraciones de derechos y las constituciones tuvieron origen, entre otros factores, en la reacción popular contra los abusos de los monarcas en la unilateral imposición de tributos, así como en la confianza que los pueblos depositaron en sus representantes.
La Petition of Rights de 1628 consagró, a favor de los súbditos ingleses, garantías concretas que no podían ser desconocidas por nadie, ni siquiera por el Rey. Aquéllos no podían “ser obligados a contribuir con ningún impuesto, talaje, crédito u otra carga no aprobada por el Parlamento”.
El Bill of Rights de 1689 prohibió de modo expreso al monarca la imposición de tributos o exacciones sin el previo y pleno consentimiento del Parlamento. Era una exigencia formulada al príncipe Guillermo de Orange para poder suceder al rey Jacobo II, quien -invocando una supuesta prerrogativa- había cobrado tributos en beneficio de la Corona, apartándose de lo votado por el Parlamento. Señalaba, por eso, que “toda cobranza de impuesto en beneficio de la Corona, o para su uso, so pretexto de la prerrogativa real, sin consentimiento del Parlamento, por un período de tiempo más largo o en forma distinta de la que ha sido autorizada, es ilegal”.
La declaraciones y constituciones sentaron así un principio esencial: "Non taxation without representation" -ningún tributo sin representación-, según el cual, en tiempos de normalidad, solamente los órganos colegiados de elección popular están facultados para establecer exacciones tributarias. Un postulado democrático que depositó en parlamentos, asambleas y congresos la representación popular, proveniente de las urnas, para tal efecto. Representaban al pueblo, no al rey, ni al gobierno, ni a grupos privilegiados.
La Constitución francesa de 1791, promulgada por la Asamblea Nacional Constituyente, delegó “exclusivamente en el Cuerpo legislativo los poderes y funciones siguientes: (…) 3º Establecer las contribuciones públicas, determinar su naturaleza, cuota, duración y modo de percepción”.
Hoy en Colombia rige el artículo 338 de la Constitución, a cuyo tenor -reiterando lo que establecía el 43 de la Carta anterior-, “en tiempo de paz, solamente el Congreso, las asambleas departamentales y los concejos municipales pueden establecer impuestos, tasas y contribuciones”. Y únicamente esas corporaciones deben señalar los elementos del tributo (sujetos activos y pasivos, hechos gravables, bases gravables y tarifas), por cuanto la Carta Política presume que sus integrantes representan y defienden a sus electores, ante la voracidad fiscal de los ministros de Hacienda.
Aunque, desde hace varios años, los congresos colombianos se asemejan a dependencias del Ejecutivo, nos preguntamos: ¿Si pudieron hacerse respetar los parlamentos ante los reyes en las monarquías, por qué no puede plantarse un Congreso, en una democracia, ante gobernantes que se presumen demócratas? Debería aprobar, improbar o modificar las propuestas oficiales, pero con conocimiento de causa, objetividad y responsabilidad.