La columna “Lección de literatura”, publicada en estas páginas el pasado 19 de agosto, suscitó entre los lectores algún interés que sería descortés e ingrato pasar por alto.
En efecto: la sorprendente afirmación del presidente brasilero a propósito de lo ocurrido tras el fraude electoral en Venezuela (según la cual lo de Maduro no es una dictadura sino un régimen desagradable con un sesgo autoritario) no sólo contradice la realidad, monumental como un templo, que viven los venezolanos. También contradice la ficción: el voluminoso catálogo que ofrece la literatura de un género tan propiamente hispanoamericano, incluso endémico, como el de la novela del dictador, de la dictadura, del gobierno unipersonal y autocrático. Género que, al estar inspirado por figuras reales -Rosas en Argentina, el doctor Francia en Paraguay, Trujillo en República Dominicana- y al mismo tiempo por sus inverosímiles absurdos y épicos desmanes, se entronca como rama frondosa en el árbol del realismo mágico.
El catálogo es generoso, como generosa es la experiencia del mundo hispánico y latinoamericano en toda suerte de eso que Lula da Silva, no obstante haber vivido uno en carne propia, intenta edulcorar sin pudor alguno. Pero en medio de tantos títulos, algunos destacan más que otros, como en todo inventario, al punto de parecer imprescindibles.
Una biblioteca mínima de tal especie tendría que empezar por la trinidad argentina: El matadero, de Esteban Echeverría; Amalia, de José Mármol; y Facundo, de Domingo Faustino Sarmiento. Estas constituyen, junto con Tirano Banderas (Ramón del Valle-Inclán), si se quiere, el venero de la tradición literaria sobre las dictaduras latinoamericanas y los tópicos que la caracterizan: la tragedia histórica que representan para sus naciones, su ilimitado talento para la fechoría, la vesania que acompaña siempre al poder (y especialmente, al poder absoluto), y el peculiar tipo humano que todo dictador encarna.
En el canon no podrían faltar El señor presidente (Miguel Ángel Asturias), El reino de este mundo y El derecho de asilo (Alejo Carpentier), Los de abajo (en que Mariano Azuela retrata el despotismo de esos otros dictadores, los caudillos revolucionarios), Los perros hambrientos (Ciro Alegría), El forastero (Rómulo Gallegos), De tropeles y tropelías (Sergio Ramírez, a quien el régimen desagradable de Ortega ha vuelto a dar recientemente inspiración), Yo el Supremo (Augusto Roa Bastos), Oficio de difuntos (Antonio Uslar Pietri), Galíndez (Manuel Vásquez Montalbán), El color del verano (Reinaldo Arenas).
Habría que añadir, naturalmente, las obras de dos colombianos: Jorge Zalamea (El Gran Burundún-Burundá ha muerto) y Gabriel García Márquez (El otoño del patriarca). Obviamente, Nostromo (de Joseph Conrad), como si no tuviera otros, tiene el mérito de haber sido escrita en inglés por un polaco y, por lo tanto, ocupa su propio lugar en la estantería.
La fecundidad (al menos la literaria) de las dictaduras hispanoamericanas es enorme. Toda biblioteca mínima, por mínima, es incompleta. Y a la que aquí se sugiere, desordenada y arbitrariamente, habrá que añadir los frutos recientes de la nueva cosecha que abonan, otra vez, El poder y el delirio (de Enrique Krauze, que no es novela, aunque a ratos parece) de los mandamases de turno en América Latina.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales