Hace unos días, Ulrich Speck (investigador del German Marshall Fund of the United States en Berlín) apuntaba en su cuenta de Twitter: “Macron probablemente vaya a Moscú; Boris Johnson y Mateusz Morawiecki van a Kiev; Macron habla dos veces con Putin, Putin se niega a darle a Johnson una fecha para una llamada. Mientras tanto, Scholz no va a ninguna parte y parece no hablar con nadie”.
Se trata, ciertamente, de una hipérbole que admite -e incluso exige- varias notas al pie. Salvo que algo extraordinario ocurra, el viaje de Macron a Moscú (e inmediatamente después, a Ucrania) está confirmado. Por Kiev, además del británico y el polaco, pasó Erdogan, a ofrecer la mediación turca “para rebajar las tensiones” con los rusos. Al Kremlin fue, a su vez, el húngaro Viktor Orbán -para molestia, claro está, de sus socios europeos-. Y a la postre, Johnson y Putin hablaron por teléfono.
En todo caso, parece razonable el reproche que le hace Speck a Alemania y a su “gobierno semáforo”, a propósito de su participación - “discreta”, en el mejor de los casos, “inaudible”, dicen algunos- en la actual crisis de seguridad europea. Sin pena ni gloria visitó Moscú, en su estreno como ministra de Asuntos Exteriores, la señora Annalena Baerbock, a quien su homólogo ruso, el curtido Sergéi Lavrov, no dedicó más que lo estrictamente requerido por el protocolo.
El viaje del canciller Scholz a Estados Unidos mañana lunes, y el recién anunciado a Rusia en una semana, parecen más bien una operación de control de daños: un esfuerzo -algo tardío, quizá- por sacar a Berlín de la invisibilidad, preservar su credibilidad internacional, y surfear sin naufragar, al mismo tiempo, las ambiguas olas de la opinión pública alemana.
No le quedará nada fácil. Entre otras cosas, porque no sólo se trata de la cuestión ucraniana, sino de la pregunta -abierta y latente desde hace tres décadas- por el lugar que aspira a ocupar y el papel que espera desempeñar Alemania en la escena mundial.
Hasta ahora, mal que bien, la pregunta ha podido eludirse, y la respuesta aplazarse, a un costo relativamente sufragable. Pero no está claro que pueda seguir siendo así, a medida que se perfilan con mayor nitidez los nuevos términos y condiciones del juego político internacional, que se hace más volátil y agitado, y se hace más evidente su propia vulnerabilidad a los avatares geopolíticos.
Responder esa pregunta obligaría a Alemania a cuestionar algunas de las ideas y convicciones más arraigadas en la cultura de su política exterior: las relativas, por ejemplo, a la necesidad, eficacia y moralidad del poderío militar; a las ventajas presuntamente invariables del diálogo sobre la disuasión; a su sentido “natural” de seguridad y superioridad moral; y a la posibilidad de compartimentar sus intereses y relaciones en distintas áreas sin tener que sacrificar ninguno de ellos -entre otras-.
No es la primera vez que Alemania se encuentra en esta encrucijada, ni será la última. Pero cada vez le resultará más difícil (y costoso) salir ilesa de ella.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales