Desde hace décadas, uno de los reclamos que con más fuerza y justificadas razones se hace al Estado colombiano es el que tiene que ver con la necesidad de acercar la justicia la ciudadano, hacerla más eficiente, efectiva y con mayores garantías de accesibilidad.
Operadores, ciudadanos y abogados, han sufrido las deficiencias de un sistema caracterizado, entre otras, por la congestión de los despachos y los eternos términos en la resolución de los conflictos que naturalmente se presentan en una sociedad y que deben ser dirimidos con objetividad, imparcialidad y eficiencia por los funcionarios competentes. La rama judicial fue, durante largos años, la cenicienta de los poderes del Estado. Ese fue uno de los desequilibrios que quiso remediar el Constituyente del 91 cuando buscó que esta rama fuera independiente en el manejo de sus recursos y no estuviera supeditada para ello al poder Ejecutivo, que al juez se le reconociera su majestad y que ello se viera reflejado de diversas maneras pero también que quienes ostentan la calidad de jueces sean personas virtuosas formados en valores y en humanidades, tuvieran las más altas calidades éticas y contaran con todas las herramientas que les permitan cumplir a cabalidad con su labor.
A pesar de ello, y durante los treinta años de vigencia de la Carta Política, las deficiencias en la prestación del servicio esencial de justicia han persistido y no ha sido posible superar los inconvenientes en materia de agilidad, acceso y condiciones generales adecuadas para una eficiente prestación del servicio.
Esta situación, contrastada con los avances tecnológicos que se han aplicado a variados sectores, ha intensificado el clamor generalizado en torno a la importancia, necesidad y urgencia por utilizar esos logros para conseguir una justicia pronta y eficaz.
Ello fue aún más evidente a propósito de la pandemia del siglo XXI que reveló con crudeza las falencias del sistema. Afortunadamente, tanto instituciones de la rama judicial como el Gobierno, reaccionaron adecuadamente y fueron creando los mecanismos y herramientas para que un porcentaje importante de prestadores del servicio pudiera desarrollar su actividad a través de canales digitales. Sin embargo, factores como la desigualdad existente por regiones y aún por niveles entre las jurisdicciones dejaron ver que dichos esfuerzos no eran suficientes y que seguía requiriéndose un programa específico, que contara con importantes recursos económicos, que permitiera avanzar de manera decidida en la digitalización de la justicia.
Es por ello que resulta fundamental reconocer el gran avance que se ha producido con la aprobación que el Consejo Nacional de Política Económica y Social (Conpes) para contratar la operación de crédito público externo con la banca multilateral para financiar la primera fase del programa para la transformación digital de la justicia en Colombia.
Por supuesto, ello supone que existe un plan organizado y bien estructurado que viene elaborándose desde 1996 cuando se aprobó la ley estatutaria de administración de justicia que incorporó el uso de las tecnologías y estableció un marco de política de justicia digital. En los últimos años ha habido interesantes y oportunos desarrollos, primero con la aprobación del Plan Nacional de Desarrollo 2018-2022 en materia de sistema de justicia con transformación digital, posteriormente con el Conpes sobre política nacional para la transformación digital e inteligencia artificial (2019) y ya en medio de la pandemia, con el Decreto 806 de 2020 sobre tecnologías de la información aplicadas a las actuaciones judiciales y finalmente con el Plan estratégico de transformación digital de la Rama 2021-2025, cuya primera fase es precisamente la que ya cuenta con los recursos para iniciar su implementación.
Por @cdangond