Fue una noche larga por cuenta de un contrato rebelde que resistió su rendición hasta bien entrada la madrugada. Tras el último punto, empaqué mis cosas y apagué la luz de la oficina, tras lo cual todo el piso se sumió en el silencio y la oscuridad de ese miércoles que apenas despuntaba. Saqué el teléfono y pedí un Uber, en cuestión de minutos mi conductor había llegado. Me subí en el asiento del copiloto y vi que mi amigo era un joven paisa que se veía noble y primerizo.
Íbamos a ponernos en camino, pero su tableta china se infartó y no pudo iniciar la aplicación. Por encima de su hombro, y mientras él seguía recostado sobre el dispositivo intentando reanimarlo, vi a un taxista que se acaba de detener a pocos metros y nos miraba fijamente. “Arranca ya y no vayas a voltear, porque nos acaban de descubrir”. Desconcertado levantó la cabeza y su mirada se encontró con la del otro conductor, ahora sí estábamos en problemas.
Embragó, metió primera, y subió por la empinada calle mientras el auto amarillo nos seguía dejando una discreta distancia entre nosotros. Adelante, un taxi que parecía esperar a un pasajero oportuno en la puerta de un hotel también encendió sus luces e inició lentamente su marcha. Los tres giramos a la derecha tras el primer semáforo en una lenta y dolorosa procesión, sin posibilidad de acelerar gracias a unos reductores de velocidad distritales.
“En la siguiente, a la derecha”. Giro del volante a la izquierda. “La otra derecha”. “Lo siento, es que estoy muy nervioso”. “No te preocupes, no nos va a pasar nada” le dije mientras inventaba una buena excusa para cuando nos hicieran bajar del vehículo. Demasiado joven para ser mi tío y demasiado miércoles para argumentar que era un viejo amigo con quien íbamos a tomarnos algo. Entonces un flash nos iluminó las caras y vimos al taxi del frente apuntando su celular contra nosotros en una ráfaga de destellos dirigidos a las placas.
Sonó un acelerador a fondo y ambos taxis nos sobrepasaron frenando en seco para ocupar los dos únicos carriles bajo el semáforo en verde que nos esperaba al final de la calle. Nos iban a cerrar. “¡Por esta a la derecha!” y nos metimos por una calle secundaria y algo descuidada que desembocaba en la avenida. Allí los perdimos y tras 20 minutos escondidos en el parqueadero de mi edificio, mi amigo todavía algo tembloroso cerró el negocio por esa noche.
Esta fue mi historia un día cualquiera, pero pudo terminar mucho peor. Tal vez con un carro en llamas como hace dos semanas, el video viral de una gresca en las noticias o hasta un cadáver en Medicina Legal.
La regulación de Uber es imperiosa, bien sea para permitir su operación condicionada o para prohibirla definitivamente. Con este limbo jurídico, cortesía de la desidia de las autoridades, cada día que pasa aumentan las probabilidades de un desenlace fatal en cualquier persecución de madrugada.