No es la primera vez que se intenta obtener una legislación que así lo disponga. Es el ordenamiento que casi como una solución desesperada se plantean los políticos ante la imposibilidad de movilizar a un grupo enorme de votantes que se niega a participar en el proceso electoral.
Comparto la preocupación por el tema, pero no coincido con la solución. La participación electoral es asunto central del análisis de la política. ¿Qué significa una alta participación en las votaciones? ¿Qué quiere decir una baja votación? Lo que algunos autores denominan una elección crítica es aquella en la cual la situación es tan compleja o difícil que los ciudadanos con derecho a votar salen masivamente a expresar su decisión. Es decir, en algunos casos una alta votación es indicador de crisis, o sea, de una situación crítica. Y no siempre es así.
La elección presidencial colombiana de 2022 contó con una alta participación -en la perspectiva de los altos índices de abstención que nos caracterizan, más del 50% del potencial electoral-. En una comparación internacional habría sido una elección con muy alta abstención. En Francia, en Italia, ahora, los índices son de alta abstención. Entre nosotros, serían cifras gloriosas de máxima participación.
Y debo decir que un cincuenta por ciento de abstención o algo semejante no quiere decir que haya satisfacción con el funcionamiento de la democracia.
Y no es fácil calcular la abstención. No todos los países tienen un censo electoral como el colombiano. Entonces, la base que sirve para hacer los cálculos no es comparable. Pero sí se puede afirmar que existe preocupación mundial por los bajos niveles de participación electoral que, en mucho, reflejan la crisis de la democracia liberal en el mundo.
Es algo que da mucho material para pensar.
En el Siglo XIX la lucha era por obtener el derecho de votar. Lo que se llamaba la ampliación de la franquicia electoral. Existían muchas limitaciones para gozar de ese derecho: tamaño de la propiedad, niveles de educación, asuntos raciales, sexo, edad, períodos de residencia en el país o en el municipio, y no faltaban procedimientos bastante engorrosos para registrarse como votantes. Y hasta la existencia de un impuesto para poder votar (poll tax, 2 dólares).
Preferibles las luchas por la expansión del sufragio y por la eliminación de los obstáculos, limitaciones, exclusiones. El voto era una expresión de la libertad política de todos los ciudadanos, a partir de cierta edad. Y, claro está, resulta chocante verificar que ¡ya no sería una expresión de la libertad sino una obligación. ¡Muy discutible!
Un patrón de abstención tan significativo como el que ha caracterizado a Colombia merece estudios serios como los que se intentaron en los albores de la Ciencia Política entre nosotros (las décadas de los sesentas y setentas), pero se abandonaron. Se puede argumentar que muchos abstencionistas están satisfechos con la situación o que muchos están desilusionados y no creen en el sistema político. La reciente campaña no hizo esfuerzo por movilizarlos. Los interrogantes siguen vigentes. Obligarlos a expresarse no parece lo más aconsejable. Y ¿qué les pasaría a los que no obedecieran? ¿Sanciones? ¿Económicas? ¿Penales? ¡¡¡Por favor!!! Un sistema político no funciona apropiadamente así. Estudiemos el abstencionismo, contemplemos fórmulas para movilizarlo, para incorporarlo, pero no en forma compulsiva. Con cabeza iluminada y no con fuete. La democracia es debate, controversia, persuasión.