Estamos ante dos situaciones que reclaman una presentación objetiva (otros dirían imparcial) del fenómeno social o político que se pretende difundir.
El primero de ellos, el balance de la gestión gubernamental del presidente Duque. Durante las últimas semanas el propio Duque ha hecho un esfuerzo notorio para transmitir una síntesis apretada de sus realizaciones, que incluye autocrítica y reconocimiento de errores y falencias.
Una de las ventajas de la reelección presidencial era que permitía rendición de cuentas del partido de gobierno, para reclamar el derecho de continuar su dirección del país y ello en medio de una controversia pública con fuerzas políticas y sectoriales que se disputaban ese discurso y reclamaban el derecho de gozar de la oportunidad de asumir la responsabilidad de dirigir los destinos de la patria.
En esta larga campaña presidencial eso no ocurrió porque no había reelección y, porque al final de cuentas, el partido de gobierno no tuvo candidato (¡lo de Oscar Iván Zuluaga fue muy fugaz!) y ninguno de los dos finalistas defendía la obra de gobierno.
Ante semejante escenario hemos tenido que apelar a opiniones fundamentadas de instituciones internacionales (Bloomberg, el Fondo Monetario Internacional, la OECD) que han emitido conceptos muy elogiosos del gobierno. Es legítimo preguntar si tanques de pensamiento nacionales o centros de investigación validan esas y otras evaluaciones. Ya no tienen consecuencias electorales y, entonces, se esperaría una narrativa bien fundamentada que sirviera de elemento de juicio, uno de muchos, a la ciudadanía.
Lo mismo, y con mayor razón, se puede predicar cuando se evalúa lo ocurrido durante más de medio siglo, con particular referencia a los hechos de violencia y de violación de los Derechos Humanos. El nuevo ministro de Educación, él mismo reconocido por su capacidad de controvertir, ha anunciado que llevará el Informe Final de la Comisión de la Verdad al conocimiento de los estudiantes de los colegios públicos. No pongo en tela de juicio la conveniencia de divulgar entre la juventud lineamientos sobre época tan dolorosa de nuestra historia. Pienso que su presentación, siguiendo las enseñanzas de la pandemia, debe ser hecha por lo menos por tres personas que traigan elementos de juicio diferentes para que los estudiantes no reciban solamente una versión sobre un informe que ya ha sido criticado. Es lo más prudente y correcto, y la televisión como la radiodifusión permiten hacerlo.
Se ha vuelto a mencionar el tema del abandono de la enseñanza de nuestra historia en los diferentes niveles en los colegios. Una decisión que remontan al gobierno de Belisario Betancur. Que fue corregida por una ley aprobada por unanimidad en el Congreso de Santos. La ministra de Educación ha dicho que ya una Comisión hizo la tarea para cumplir con el mandato legal de enseñarla. Y, al respecto, me permito hacer la misma recomendación. La enseñanza de la propia historia tiene un componente clave, la formación de una cultura sobre nuestros aciertos y desaciertos, nuestros logros y frustraciones. Como que su tarea es ayudar a crear una cultura nacional, es decir, común a todos, que nos identifique con respecto a nuestro pasado y a nuestro presente y futuro. Es una dimensión necesaria de nuestra formación como ciudadanos. Y ahora es tan precaria que ayuda a entender la razón -o sinrazón- de muchas actitudes.