La noche que la Academia Sueca le entregó el Premio Nobel de Literatura a Gabriel García Márquez, 21 de octubre de 1982, el hijo del telegrafista de Aracataca pidió para ese, que debió ser uno de los mementos más emocionantes de toda su vida, que la orquesta tocara el Intermezzo interroto, IV movimiento del Concierto para Orquesta de Béla Bartók.
Para qué mentirnos, el de esa noche no era escenario para un vallenato, por mucho que le gustara. Suficiente con el liqui y la comitiva cumbiambera que en un jumbo de Avianca salió de Bogotá con el ánimo de hacer historia en la capital sueca.
No hay duda, demasiado inteligente para agregarle al asunto otro ingrediente del trópico a ese momento: mejor Bartók; le gustaba tanto que llegó a afirmar: Cuando escribí El otoño del patriarca casi escuchaba exclusivamente su música.
Sí, mejor Bartók, el Beethoven húngaro. De quien el mundo celebra el próximo 26 de septiembre 75 años de su muerte, que ocurrió en Nueva York en 1945.
Un compositor de mala salud y buena música
Jamás tuvo buena salud. Contrajo la viruela a los tres meses de nacido, de ella se libró, no completamente, dos años más tarde con un tratamiento a base de arsénico.
Se sabe que el 8 de octubre de 1918 fue víctima de la Gripa española, la pandemia que entre 1918 y 1920 cobró cuarenta millones de víctimas, pero de la que se salvó luego de un mes de cuidados.
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Bartók siempre andaba enfermo de algo. Murió de una leucemia, que le fue tardíamente diagnosticada, no mucho después de la composición y el estreno de ese Concierto para orquesta que tanto le gustaba a García Márquez, que escribió en 1943 por encargo de Serge Koussevitszkty, titular de la Orquesta Sinfónica de Boston, obra de la que se ha asegurado, es la quintaesencia de su estilo.
Había emigrado a los Estados Unidos un antes, huyendo del nazismo. Se encontraba en el apogeo máximo de su carrera como su compositor, ya los síntomas de su enfermedad se habían manifestado.
Musicalmente nacionalista
Bartók emigró a los Estados Unidos porque la situación en Europa era insostenible. No bien regresó de una gira de presentaciones por Italia en diciembre de 1939 su madre murió y no pudo asistir a su funeral. Esa fue la gota que rebosó la copa y decidió abandonar su país.
Inicialmente pensó en Turquía, lo cual no tendría que sorprender si se piensa en su profundo y sincero interés por la etnomusicología, en la que se inició muy joven con su íntimo amigo y compatriota, compositor como él, Zoltán Kodály.
Con él, por años recorrieron con un fonógrafo toda la región grabando miles de registros de una tradición musical de canciones que, ellos sabían, estaba a punto de desaparecer. Tradición que, descubrieron, era de una riqueza inimaginable, cuyas depositarias eran en su inmensa mayoría las mujeres y que les permitió rastrear atavismos desconocidos hasta ese momento que conectaban la música de Hungría y Rumania hasta con Irak.
Esos descubrimientos permearon profundamente su estética hasta llegar a convertirlo en el más sincero y auténtico de los compositores nacionalistas de la historia. Porque al contrario de sus antecesores -Smetana, Dvořák, o el mismo Liszt, por ejemplo- eludió la trampa de los pintoresquismos y folklorismos, evitó caer en la trampa de usar el color instrumental como un recurso decorativo y pudo usar, sin academicismo, cuando lo juzgó necesario, las estructuras de la tradición europea. Sin duda era más cercano a Mussorgsky, por ejemplo.
Su trascendencia
Al fin y al cabo, una de las razones que hacen de Béla Bartók uno de los más grandes compositores de la historia, es el haber conciliado en su obra, sin amaneramientos ni falsedades, el nacionalismo con la tradición clásica de Europa y el espíritu contemporáneo, a las luces de la primera mitad del s.XX.
Habría que decir que no hay exageración en eso de llamarlo el Beethoven húngaro. Su sola incursión en el mundo del Cuarteto de cuerdas ya lo justificaría plenamente. Si hemos de aceptar que Haydn lo creó, que Mozart ayudó a elevarlo a la cima y que Beethoven lo desarrolló hasta límites insospechados, hay que aceptar que sus 6 Cuartetos lograron demostrar la vigencia y vitalidad de la forma desde la estética del siglo XX.
También enriquece el panorama del piano. Extraordinario intérprete, de hecho uno de los mejor preparados de la primera mitad del siglo XX, deja un repertorio de amplitud asombrosa que aborda prácticamente todos los géneros y corona con sus 3 Conciertos para piano y orquesta que son un Himalaya, por su complejidad, dificultad y lo tal vez más importante, porque desarrollan a tope la audacia de tratarlo como instrumento de percusión.
Tampoco se puede pasar por alto su trilogía para la escena: una ópera y dos ballets.
La ópera es El castillo de Barbazul, con libreto de Béla Balász, lejanamente inspirado en el cuento de Perrault y entroncado con la versión de Maurice Maeterlink, compuesta en 1911, es una ópera de esas que parecen estar solas en la historia, más cercana en algunos de sus aspectos externos al Pelléas de Debussy que a la tradición; sube raramente a escena, entre otras por su duración de una hora, muy breve para una velada y dificilísima, casi imposible de combinar, con Cavalleria rusticana de Mascagni o Gianni Schicchi de Puccini, por ejemplo. Pero, una obra maestra.
Un par de años posterior es el ballet El príncipe de madera, que en su momento fue exitosísimo, es una historia cargada de simbolismos en la cual la música se ha labrado su lugar en la sala de conciertos. La trilogía se complementa con El Mandarín maravilloso, ballet, que se estrenó en Colonia en 1926, pero que en su momento causó tal escándalo por sus connotaciones sexuales que fue prohibido por quien entonces era el alcalde y años más tarde fue canciller alemán: Konrad Adenauer.
Si los ballets de Bartók no forman parte del repertorio habitual de las compañías, la causa hay que buscarla, no en la música sino en que no han llamado la atención de los grandes coreógrafos, porque la supervivencia de un ballet, como pieza dramática, depende enteramente de ello.
¿Es Bartók popular? No. No al menos en el sentido en que lo son Mozart, Beethoven, Chopin o Liszt.
¿Es importante? Definitivamente sí.
Sí, si hemos de aceptar que fue, junto con Stravinsky y Schönberg uno de los compositores más originales del siglo XX. Un músico contundente, un ser humano complejo, un patriota comprometido con su país y consigo mismo y, mejor decirlo sin rodeos: un genio.
Razón tuvo García Márquez.