Cuando la música se volvió romántica | El Nuevo Siglo
Domingo, 16 de Agosto de 2020
Emilio Sanmiguel

Ser romántico más que un anacronismo es un delito. Estos son tiempos para la pantalla del celular y los superhéroes, que reemplazaron a los dioses. Más excitante la infancia de Superman de Krypton, en una granja de Kansas, que Atenea, que nació, ya armada, de la frente de Zeus, su padre.

La Ilustración que reinaba en el XVIII tenía entre sus premisas el conocimiento, la razón, la objetividad, la exactitud, la ciencia, el desprecio por la injusticia y la superstición. Fue el caldo de cultivo para la revolución francesa, la independencia de los Estados Unidos primero y de las colonias españolas después. Tras la ilustración llegó la subjetividad romántica del XIX.

En la música supuso un cambio radical. De pronto el más grande desde cuando los antiguos descubrieron que podían dominar la tensión de las cuerdas del arco a su antojo y combinarlas en las melodías de su imaginación.

Los músicos no eran libres. Ni siquiera para componer. El ejercicio inadecuado de la creatividad hasta podía llevarlos a la hoguera. Los barrocos tenían que someterse a los caprichos de sus patronos si querían sobrevivir.

Los dos grandes genios del clasicismo, Mozart y Haydn, no eran más que sirvientes. Haydn tenía suerte porque a su patrón le gustaba la música y se tomaba el trabajo de oírla. Mozart tocaba mientras los nobles conversaban y se divertían, su música formaba parte del decorado y el final de sus servicios para el Arzobispo Colloredo fue sellado con una patada que le propinaron por orden del prelado.

Crear obras maestras en semejantes condiciones era milagroso y la posibilidad de comunicar las emociones más íntimas inimaginable.

Beethoven fue el primero

La de Beethoven fue una de las infancias más duras de la historia. Hijo de un músico mediocre y borracho, que pretendió hacer de él un niño prodigio, pasó su infancia esclavizado tocando el clave. Pero tenía voluntad. Apenas le fue posible abandonó Bohn, donde nació en 1770, para buscar nuevos horizontes en Viena, capital del Imperio y Meca musical de Europa.

Rebelde por naturaleza, el mensaje de la revolución francesa no le era ajeno pero escondía una tragedia: se estaba quedando sordo. En 1799 resolvió compartir el secreto con su amigo de infancia, Franz Wegerer, que era médico. Ya empezaba a ser reconocido, como compositor y pianista. Su arte resultaba desconcertante para los tradicionalistas y excitante para quienes no lo eran.

Entonces se atrevió. Hizo de la música el vehículo para compartir su tragedia en la Sonata Patética de 1799, tan intensa, tan personal y tan novedosa que, sin pretenderlo, abrió las puertas de la música al Romanticismo. No mucho después hizo de la Sinfonía Eroica un manifiesto político, primero para glorificar a Napoleón y luego para censurarlo.

En los albores del s. XIX abrió la puerta por la que han trasegado todos hasta nuestros días.

Schubert, el poeta

Schubert fue el primer gran compositor que no fue un intérprete reconocido y muchísimo menos un virtuoso. Murió en 1828, tenía 31 años y era 27 menor que Beethoven, a quien admiraba pero aparentemente no conoció.

Si Beethoven hizo de la música un vehículo para compartir sus convicciones, la de Schubert revela la complejidad de su temperamento bipolar. Es verdad que escribió sinfonías y cuartetos, no conciertos, pero casi de la nada se inventó el Lied, trabajó formas novedosas y sin antecedentes como el Impromptu y el Momento musical y empezó a darle categoría al Vals, que era música de los suburbios vieneses. Porque de los compositores asociados con Viena fue el primero nacido allí.

Schumann y la locura romántica

El primer compositor totalmente romántico fue Robert Schumann. Primero en atreverse a olvidar los moldes del pasado. Su obra se acerca y fusiona con la literatura. Hasta resulta complicado establecer los límites.

Si escribió un par de conciertos, unos cuartetos y hasta cuatro Sinfonías, lo hizo para complacer a su esposa, Clara Wieck, que no cejaba en su empeño de hacer de él un músico respetable con obras importantes, como sus antecesores.

Pero Schumann prefería divagar por mundos inalcanzables y misteriosos que bebían de la literatura y obras cuyos títulos apenas aportaban sugerencias difusas al oyente: Carnaval, Kreisleriana, Papillons, no son ni sonatas ni suites pero guardan relación con vivencias personales o con Jean Paul su escritor favorito. Como Schubert, cultivó el Lied, que de su mano evolucionó. Todo en su música seduce y desconcierta. No podría ser de otra manera, desde su juventud se anunciaba la enajenación por la que terminó sus días en 1856 en un sanatorio mental. Tenía 46 años.

Rossini, Bellini y Donizetti: los belcantistas

De dar el paso del barroco al belcanto se encargó Gioachino Rossini, que nació en 1792. Supo conjugar dos corrientes, aparentemente irreconciliables: la tradición del Stile Fiorito de los castrati con el rigor de Haydn y Mozart. De su mano las mujeres se convirtieron en reinas con óperas que les permitían exhibir el magisterio técnico y la expresividad en el marco de historias que estaban en mejor sintonía con los tiempos que corrían en el amanecer del s. XIX.

Su antorcha la recogieron sus dos sucesores. Vincenzo Bellini aportó el patetismo, la belleza de la melodía, la inspiración y una cierta languidez que fueron el mejor vehículo para el arte de las primeras divas de la historia. El prolífico Gaetano Donizetti estaba en posesión de un sentido del drama que se trenzaba con la música de tal manera que el público enloquecía.

Rossini, inexplicablemente, en la cúspide de su prestigio, decidió no volver a componer. Bellini murió prematuramente con 34 años. Donizetti, después de más de setenta óperas, enajenado mentalmente, murió de 51 en 1841.

Parecieron confabularse para allanarle el camino al más grande de los románticos italianos: Giuseppe Verdi.

Liszt y Chopin: la apoteosis del piano

El instrumento romántico fue el piano. Pero, de que se convirtiera en el Rey se encargó un violinista: Niccoló Paganini que con su ejemplo les abrió los ojos de la ambición a quienes hicieron de él, y de su música, algo sobrenatural.

Los llamados a hacerlo fueron, un polaco expatriado, Frédéric Chopin y un húngaro trashumante, Franz Liszt.

Chopin, que había nacido en 1810 y era contemporáneo de Schumann, fue prácticamente un autodidacta que cuando salió de su país ya había descubierto todos los secretos del instrumento, era un pianista consumado y sus composiciones eran revolucionarias y novedosas.

Liszt, un año menor, tras ver a Paganini se juró a sí mismo que conseguiría en el piano lo mismo que el violinista del diablo. Le costó sangre y lágrimas, pero lo consiguió.

Si lo de Chopin era delicadeza del sonido, búsqueda de nuevas sonoridades,  control de los pedales y rodearse de un halo de misterio, lo de Liszt era espectáculo, velocidad, rapidez para tocar pasajes y necesidad de enloquecer las multitudes.

A su manera tenían algo en común con Beethoven, con Schubert y Schumann, con los belcantistas de la ópera: eran héroes.

Y los héroes son, en buena medida, la quintaesencia del romanticismo.