A la pretendida asociación entre la falta de cobertura y el concepto de mérito o, si se prefiere, de competencia, implícito en el artículo 5 de la Ley 30, se suma la falta de argumentación y reflexión suficientes en torno a los conceptos jurídicos de la educación superior como servicio, como derecho, o como derecho fundamental.
De la crítica inicial a la educación superior como servicio en los documentos de exposición de motivos, se pasó a una ambivalencia no suficientemente discernida en la propuesta de articulado, a lo que además se añadió a las trancas el concepto de educación como deber.
Lo primero que debe señalarse es una ambigüedad flotante entre la educación “in generis”, y la educación superior en específico. Algunos conceptos se piensan en un ámbito genérico para luego aplicarse, sin matices, a uno más específico. Ciertamente, en líneas gruesas, el estado de cosas actualmente es que la educación es, en general, un derecho, y la educación superior es, en particular, un servicio de interés público.
Pero la propuesta no parece tener claro el punto de partida jurídico que pretende poner a consideración, y en ocasiones pareciera no tener otro propósito que utilizar el concepto empático de “derecho”, en lugar de usar el concepto preciso de “servicio público”, aunque éste no tenga buenas resonancias en el imaginario popular. Parece estar implícito que al ser servicio perjudica el acceso, la permanencia y la culminación de los estudios superiores. Pero esta fácil asociación de ideas, nos lleva a preguntarnos ¿realmente es así?, ¿las implicaciones conceptuales conducen a eso, necesariamente?, ¿los hechos, al día de hoy lo hacen tangible? Sin duda, hace falta desplegar un juicioso y completo análisis de teoría jurídica concerniente a la relación “derecho” – “servicio”, y los alcances e implicaciones de estas categorías en lo que se refiere a la educación superior, en un marco de derecho comparado, para esclarecer realmente en qué radica la diferencia conceptual de fondo y analizar las verdaderas implicaciones en todo el ordenamiento jurídico nacional, más allá de la retórica.
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Evidentemente, esta columna no es el espacio para hacer dicho ejercicio, pero escribo algunas consideraciones, con el modesto propósito de dejar unas inquietudes insoslayables que al momento han sido, llanamente, obviadas.
La confusión criteriológica básica es pretender hacer de cualquier actividad digna, a la que se deba tener igualdad de oportunidades, un derecho fundamental. Este criterio desdibuja el especial estatus jurídico de los derechos fundamentales sobre los demás derechos. Lo que sucede es que si todos los derechos son fundamentales, ninguno es fundamental, ya que lo que se pretende establecer con el calificativo “fundamental” es una distinción jerárquica. La educación superior es muy importante para toda la sociedad, lo sabemos todos, pero no se puede aspirar a situar la educación superior al mismo nivel que la vida y la libertad, ni aún que la educación preescolar, básica y media.
Piénsese ahora el panorama del más probable escenario jurídico y administrativo que puede derivarse de aquí. La Corte Constitucional no ha declarado inconstitucional el artículo quinto, toda vez que no existen casos en los que pueda evidenciarse que en las tres décadas que han corrido desde la creación de la Ley 30 de 1992 se hayan dado situaciones manifiestas de discriminación, exclusión, limitación de oportunidades por cuenta de lo dictaminado en dicha ley, corroborando así que la educación superior como servicio de interés público no riñe con la educación en general como un derecho.
Camino garantista
En cambio, lo que sí puede temerse es que al final de este camino garantista le esté esperando a la educación superior un fenómeno parecido al ocurrido con los colegios en básica y media, al tenor del decreto 230 de 2002, de infeliz memoria por haber forzado la promoción “por defecto” de los estudiantes de bajo rendimiento académico, y haber arrastrado un fenómeno no deseado de objetivos en descenso, es decir, de mediocrización de la calidad académica. Si bien no se está proponiendo de forma tan forzada y explícita el acceso y la permanencia en la educación superior, lo que podría suceder si se es consecuente con el estatus de derecho fundamental, es que a fuerza de tutela los estudiantes con bajos resultados académicos podrían llegar a forzar a las IES a recibirlos, mantenerlos y graduarlos.
Pero no pararía allí el asunto. Seguramente, también se sumarían al reclamo los estudiantes que adquiriesen deudas por daños o gastos de diversa índole, e incluso aquellos sancionados por aspectos conductuales. A la larga, el desgaste administrativo sería tal que las IES terminarían recibiendo y graduando a cualquiera, desviando recursos y capacidades y desincentivando la inversión en nuevos y mejores bienes y servicios, pues las IES, tras las primeras tutelatones, se encontrarían ante una cruda realidad de pérdida de garantías sobre daños y perjuicios, y de medios sancionatorios para poder controlar las conductas convivenciales, reduciendo al mínimo las sanciones conductuales que in extremis se limitarían a los casos críticos de transferencia al sistema penal.
Bajo esta misma lógica torpe bien podría obligarse también, a fuerza de ley, a que todos los ciudadanos colombianos tengan el derecho fundamental a competir en los juegos olímpicos, ya que el esparcimiento y la práctica deportiva son un derecho.
Evidentemente, es deseable que en Colombia haya igualdad de oportunidades para acceder a la educación superior, tal y como lo pretenden todos los países. Pero no es lo mismo garantizar el acceso a la educación superior que garantizar la oportunidad del acceso a la educación superior. Cuando se dice que hay dos millones de jóvenes bachilleres por fuera del sistema, se asume que todos los bachilleres deberían ingresar a la educación superior. Esto no es algo malo en sí mismo, pero tampoco necesario o indispensable, y hasta el momento, inalcanzable para todos los países. No se ha logrado en países poco poblados y muy adinerados como Luxemburgo, Liechtenstein, Mónaco, Andorra, islas Feroe, y no precisamente por falta de medios, sino porque hay más razones por las cuales no todo el mundo puede o quiere ingresar en la educación superior.
De hecho, actualmente los jóvenes están cada vez menos encantados por el mito de que el cartón garantiza el futuro. Muchos, simplemente, ya no quieren estudiar. Sus razones son diversas: preferencias personales, agotamiento, oportunidades laborales reales, emprendimientos que sienten podría llegar a ser proyectos de vida más rentables y agradables, entre otras varias consideraciones.
Por consiguiente, lo deseable no es que estudie todo el mundo ni todos los bachilleres, sino que siempre que haya alguien que cumpla el perfil del aspirante y tenga el deseo de hacerlo, pueda estudiar sin obstáculos circunstanciales y ajenos a los filtros académicos y el propio interés. Garantizar la igualdad en la oportunidad de acceso a la educación no es igual a garantizar el acceso y culminación mismos. Lo primero se garantiza jurídicamente como servicio de interés público, y con la educación (in generis) como derecho.
Pues bien, al comprender la educación superior como un derecho fundamental, sustrayendo de en medio el principio de selección del concurso de mérito o competencia, la pretendida reforma lo que terminaría por hacer, lo pretenda o no, sería derrumbar la educación superior, banalizar los derechos fundamentales y hacer de las universidades parques públicos en los que entra el que quiere, cuando quiere, como quiere y porque quiere, a reclamar su cartón.
*Jurista, filósofo y bioeticista