El aplauso final | El Nuevo Siglo
Foto cortesía Hernán Díaz
Sábado, 29 de Junio de 2019
Emilio Sanmiguel

Ana Consuelo Gómez caballero murió la mañana del pasado 18 de junio, luego de haber luchado por meses contra la enfermedad. La mañana del jueves 21, en la Iglesia de los Santos Apóstoles del Gimnasio Moderno, se hizo esa misa que la Iglesia denomina Exequias ante la urna de las Cenizas.

La suya fue una ceremonia conmovedora. Como debía ser.

Porque Ana Consuelo ocupa un lugar fundamental en la historia de la cultura de este país. Fue la primera que se atrevió a dar el salto al vacío de hacer de su arte, el ballet clásico, una profesión. Y digo que un salto al vacío porque lo hizo contra viento y marea y a lo largo de su vida pagó con creces esa osadía.

Era apenas una niña cuando su madre, Ana Caballero, que adoraba el ballet, la llevó al Colón para ver bailar a Tamara Tumanova. Para entonces ya iba a la que era la única academia que había en Bogotá, la de Beatriz Kopp de Gómez, la pionera de la enseñanza del Ballet en Bogotá.  Al final de la función fueron juntas al camerino: “Yo creía, a los siete años que tenía, que me iba a paralizar por la emoción. Ella se dio cuenta y me dio un beso”. Nadie pareció darse cuenta, pero en ese preciso instante “Mi convicción fue totalmente firme, había sido tocada por la magia, había recibido el llamado misterioso, la vocación de la danza […] desde ese momento supe que tenía que bailar”, escribió en su autobiografía de 2013, El rostro oculto.

Bogotá – NY – París - Bogotá

Lo que vino luego es bien conocido en el mundo de la danza. Apoyada por sus padres siguió su formación en Bogotá, luego Nueva York y, finalmente París: infancia y adolescencia con la mano en la barra de la clase de ballet. Tenía la disciplina, la determinación y, de paso, el talento que llevaron a lo inevitable, cuando Roland Petit le ofreció entrar a formar parte de su compañía.

Entonces las cosas se derrumbaron porque una cosa era bailar y otra muy diferente convertirse en profesional, así fuera en una de las grandes compañías de la Europa de la época. Tuvo que regresar a Bogotá.

Lo importante de esta historia es que Ana Consuelo no salía de las canteras de donde vienen los artistas. Los artistas profesionales, casi sin excepción no provienen de las clases privilegiadas de donde venía esta nieta del General Lucas Caballero, el héroe de la Guerra de los mil días. Esas excepciones en Colombia se cuentan con los dedos de la mano: Guillermo Uribe Holguín, Rafael Puyana, ella y no muchos más. Porque la vida del artista demanda una entrega, una mística y una cadena de sacrificios que no están dispuestos a inmolar quienes pretenden hacer del arte su opción de vida.

Ana Consuelo sacrificó su futuro como bailarina en Europa, pero en cambio, sin buscarlo, en Bogotá emprendió esa difícil aventura de convertirse, aquí en el país, en la primera bailarina profesional. Ana Caballero creó para ella una Academia de Ballet, a la que le puso por nombre Ana Pavlova, porque el abuelo Lucas había visto bailar a la Pavlova en Europa.

Por la academia de Doña Ana, que luego fue la de Ana Consuelo, han pasado miles de bailarinas y bailarines.

Ceremonia conmovedora

Muchos de esos bailarines que ella formó estaban en Los Santos apóstoles la mañana del viernes. La ceremonia fue conmovedora y cargada de simbolismos. Los bailarines se apostaron a lado y lado del corredor central, algunas niñas vestían el Tutú romántico, otros sencillamente de negro. Dos de sus tres hijos, María del Carmen Montoya y Felipe Díaz llevaban en sus manos la urna con las cenizas. Entonces los bailarines, uno tras otro, se fueron acercando a la urna para depositar una rosa blanca, seguido de ese saludo característico cuando se recibe en escena el aplauso; un gesto coreográfico que viene de la corte de Luis XIV. Simbólico, porque parte de la sensibilidad de Ana Consuelo se quedó para siempre en el París de su juventud.

Un fragmento de la música de Tchaikovsky para la Escena que abre el acto II de El lago de los cisnes durante la Elevación. El cisne de Saint-Saëns que es la música de la coreografía de La muerte del cisne, el ballet de Fokine que bailó la Tumanova esa noche y que también fue uno de los sellos de Ana como bailarina, se oyó durante la Comunión.

Ballet y convicción religiosa de la mano, porque la bailarina del escenario, la coreógrafa fecunda y maestra de la clase de ballet, fue una mujer profundamente religiosa, que todos los días de su vida, sin excepción, misa a las 11:00 de la mañana.

Llegando al final la ceremonia, María del Carmen Montoya, su hija, subió al altar; necesitó apenas de un minuto o algo más, para describir a su madre con ese talento de los Caballero para saber decir las cosas. María del Carmen hizo que se desencadenara un aplauso que no fue de la iglesia, fue ese que la acompañó a lo largo de toda su vida en el Teatro Colón; fue el tributo a su carrera, el agradecimiento de los presentes para esa mujer que, en aras del ballet inmoló su vida personal, su patrimonio, todo.

Bailando con las dificultades

Lo que hizo Ana Consuelo a lo largo de su vida fue abrir las puertas de la danza profesional. Eso no es poco. También le entregó al mundo del ballet sus dos hijos, Felipe y Jaime Francisco, con quienes hizo lo que su madre, los envió a completar su formación en el exterior, Felipe en el Ballet de San Francisco y Jaime Francisco en el Ballet Nacional de Cuba. Pero cuando decidieron convertirse en profesionales, no sólo los apoyó sino que les animó. Los dos tuvieron carreras exitosas en Europa y Estados Unidos y hoy en día hacen lo que su madre: enseñan.

Ana Consuelo Gómez Caballero dedicó su vida a la danza y fue la primera bailarina profesional que tuvo este país. En la iglesia del Moderno no cabía un alfiler. Se respiraba un sentimiento de profunda y sincera tristeza.

Pero, quien lo creyera, ni un solo representante del establecimiento cultural. Inconcebible, pero no sorprendente. Al fin y al cabo, la suya fue una vida de lucha. Fueron muchas las horas que pasó haciendo antesala en los despachos de la burocracia a la espera de un apoyo; casi una humillación.

Apoyos los hubo en ciertos momentos, por ejemplo, cuando el Ministerio de Ramiro Osorio y cuando el de Alberto Casas. El Teatro Colón de tiempos de Cecilia Fernández le fue propicio y ni hablar cuando lo dirigió Luz Stella Rey que le abrió sus puertas para que sus espectáculos se presentaran en las mejores condiciones.

En los últimos, por lo menos diez años, el Ministerio de Cultura no fue amigable con ella. De parte de la actual dirección del Colón, simple y llanamente hubo maltrato. Su estilo tan franco y directo resultaba, por lo menos, incómodo para la burocracia.

Esas actitudes, sí, la desalentaban, pero no la derrotaban. A la final, lo tenía muy claro: “¡Este país es la antítesis de la cultura! El sinónimo de la indiferencia, de la apatía, de la ignorancia, de una falta absoluta de interés. Un país que se presume culto, pero ¡no lo es! Por supuesto la burocracia estatal es la más ignorante de todas”, dijo en alguna oportunidad.

No se equivocaba. Aunque a pesar de todo su legado está ahí. Perdió todas las batallas, pero me temo que ganó la guerra.