La violinista alemana que sedujo a Bogotá | El Nuevo Siglo
Foto cortesía Teatro Mayor
Viernes, 15 de Noviembre de 2019
Emilio Sanmiguel

Estará harta Anne-Sophie Mutter de que la mayor parte de lo que se escribe sobre ella empiece recordándole su debut, a los 13 años, en 1977, con la Filarmónica de Berlín dirigida por Herbert von Karajan. Pero qué le vamos a hacer, si la de Berlín es una de las mejores del mundo y Karajan una especie de Dios de la dirección. Hacerlo a los 13 fue toda una proeza y sobrevivirla aún más, porque si ser “niña prodigio” era admirable, convertirse en “adulta prodigio” mucho más.

También estará harta de que los medios elogien su belleza. Y que hayan corrido ríos de tinta por cuenta de su gusto exquisito a la hora de escoger su vestuario firmado por los más grandes diseñadores, casi sin excepción “strapeless” que liberan sus brazos que se agitaban como mariposas abrazando su Stradivarius y que ella describe como su «ropa de trabajo» sin permitir que su buen gusto y presencia en la escena distraigan de su razón de ser: la música… algo de lo que no pueden presumir algunas de sus colegas.

Estará, a lo mejor, harta de eso.

Pero no su público de cientos de miles de admiradores, a los que toca sumar los algo más de 1.300 espectadores, que la noche del 7 de noviembre, con meses de antelación, agotaron la boletería del Mayor para no perderse su debut en Colombia. Como ocurre con los artistas realmente grandes y la grandeza no excluye de ninguna manera el carisma sino que lo demanda, no bien apareció por el ángulo derecho del fondo del escenario se desató un aplauso, que no era el habitual, no el de los buenos modales, o el gratuito porque “es famosa”, tampoco el tributo a una mujer a quien el paso de los años no ha hecho mella en su belleza. No, eso es carisma.

Primero Mendelssohn

Así ocurrió. Así, enfundada en ese exquisito vestido verde, con su Stradivarius en la mano atravesó el escenario seguida de los músicos del grupo que ella creó hace ya varios años: los Mutter Virtuosi para instalarse en media luna, ella la primera a la izquierda como primer violín, 3 violines a su derecha, 2 violas y 2 violonchelos: 8 instrumentos, una sonrisa, una reverencia; al aplauso que se intensificó siguió el silencio, para la primera obra del programa: el “Octeto en Mi bemol mayor op. 20” de Felix Mendelssohn, una obra importantísima de la historia, pero que rara vez se oye en vivo; también su declaración, como si quisiera decir que la noche se trataría de música, no del lucimiento de una estrella. Porque los cuatro movimientos del “Octeto”, primer campanazo de la genialidad del compositor, cuando era todavía un “niño prodigio” fueron recorridos con la profundidad y pasión que Mendelssohn demanda: ni una traza de hacerlo con peligrosa asepsia o, peor aún, como un Mozart anacrónico. Hubo genialidad.

Siguió con Bach

La siguiente selección fue consecuencia de la anterior: Bach. Porque fue Mendelssohn, inspirado por su maestro Zelter, quien a principios del siglo XIX rescató a Bach olvido. También la ocasión para otro gesto importante, porque si en Mendelssohn tocó hombro a hombro con sus colegas, en Bach escogió el Concierto para 2 violines en Re menor BWV 1043 y compartió el protagonismo con tres de las violinistas de Mutter Virtuosi, una diferente para cada uno de los tres movimientos: un gesto generoso, por supuesto interpretado por lo más alto.

Las estaciones de Vivaldi

En la segunda parte del concierto se permitió ser la estrella absoluta, con una obra de la que ella misma ha dicho, “No me canso de interpretar2, la colección de cuatro conciertos programáticos de la colección Il cimento dell'armonia e dell'inventione de Antonio Vivaldi, una de las obras más famosas de la historia. En escena se dio el lujo, como solista de la noche, de no ceder a la tentación de dejarse seducir por la belleza melódica –“I’inventione- vivaldiana. No hizo de las “Estaciones” música “acústicamente bella”, sino musicalmente expresiva, no en vano el “cura pelirrojo” se cuidó de instalar a cada uno de los Conciertos un soneto y llenó la partitura de acotaciones para que los músicos, los buenos músicos, como Mutter y sus colegas hicieran de las partituras el retrato vívido de animales, sentimientos – “afectos”- decían los barrocos- fenómenos naturales etc. De ahí su obsesión de poner la técnica al servicio de la expresión, de tocar “pianissimi” de exquisita limpieza y rotundos “fortes” que inundaban la sala, de exasperar con las «moscas y moscardones» y de intimidar con la “Tempestad” del “Verano”.

Por suerte el público lo entendió. Entendió que Mutter hizo del sonido un vehículo de honda expresión para instalar “Las Estaciones” en el justo lugar que le corresponde en la historia.

Los encores

Obvio, la ovación cerrada y dos “Encores”. El primero el “Da capo” de uno de los movimientos del Vivaldi y finalmente el “Aria” de la “Suite nº3 BWV 1068” de Bach.

Más no se podía pedir. La bella Mutter, con su música, sedujo a Bogotá, porque un par de segundos después del final vivaldiano el auditorio, como movido por un resorte, la ovacionó de pies. Más que merecido.