Regreso con gloria de Santiago Cañón | El Nuevo Siglo
foto cortesía Orquesta Filarmónica de Bogotá
Domingo, 28 de Marzo de 2021
Emilio Sanmiguel

Paradójico. Sí, paradójico. Paradójico que en un país como Colombia, que sufre la obsesión de ser reconocido y aceptado por fuera, unos corran con suerte y otros no. Hablo de la música. No de la popular, o como se diga, sino de la bien o mal llamada clásica.

En el pasado sólo tuvo suerte Rafael Puyana, el clavicembalista, porque fue un fenómeno tan internacional que pasarlo inadvertido resultaba imposible. Gracias a eso, pudo darse el lujo de que sus presentaciones tuvieran siempre la total acogida del público y, tocara donde tocara, la boletería se agotaba. Así como llenaba con facilidad la acogedora Luis Ángel Arango en el Auditorio León de Greiff los estudiantes terminaban apostados sobre el piso del escenario rodeando el frágil clavicémbalo del maestro.



Algunas voces líricas de fin del siglo pasado tuvieron un éxito tan desmesurado en los medios locales, que sinceramente el país creyó que por fin le había entregado una nueva Callas a la Scala de Milán y que éramos reconocidos en los templos de la ópera. No fue así. Pero eso no le hizo mal a nadie; sí eran voces meritorias, algunas preciosas y hasta increíblemente talentosas.

Porque para alcanzar la cima en el mundo internacional de la música se necesita que todas las estrellas estén alineadas. Y eso es muy difícil.

El caso de Santiago Cañón

A Santiago Cañón, el violonchelista nacido en Bogotá el 9 de mayo de 1995, le ocurrió que casi todo estuvo de su parte.

En primer lugar nació con el gran talento para la música, lo cual es excepcional. Un poco de talento no es suficiente. Ni siquiera para desarrollar una carrera de cierta dignidad como solista en el medio local. Tuvo la suerte, eso es muy importante, de nacer en un hogar musical: el padre, clarinetista de la Filarmónica de Bogotá y su primera maestra de violonchelo fue justamente su madre. Suerte, porque ese entorno le permitió iniciarse en el momento justo: a los cuatro años. No es difícil imaginar al niño, habituado a asistir a los multitudinarios conciertos de la Filarmónica en el León de Greiff, los sábados en la tarde y la impresión que en su sensibilidad hayan provocado las ovaciones alegres con las que el extrovertido público del León recibe, o recibía las actuaciones de la orquesta, en la cual tocaba su padre. Mucho estudio y poco juego, hay  que proteger los dedos. Así es la vida de los niños músicos.

Un niño prodigio

Para bien, o para mal, se convirtió en un niño prodigio. Para bien, porque desde el primer momento tuvo la oportunidad de vivir la experiencia de confrontar el público. Para muchos esa experiencia es devastadora y echa por la borda cualquier posibilidad de hacer carrera: los ojos de los espectadores pueden ser intimidantes cuando se encienden las luces y aterradoras las fauces oscuras de una sala de concierto.

Los aplausos del público no son menos peligrosos, pueden embriagar la inocencia del niño prodigio: ya llegué, ya estoy aquí. Hasta ahí llega una carrera que termina convertida en un álbum de viejas fotografías, nostalgias y rabia por lo que no pudo ser.

Aparecen, de contera, los  que resuelven aprovecharse del fenómeno. Esos que quieren usar y abusar de su talento en provecho propio, para adornar programas, alegrar festivales o hasta presumir de mecenas. También quienes sinceramente emocionados y sin mala intención los empujan hasta los límites del peligro.

Santiago Cañón conoció de cerca todo eso. Vivió en carne propia que una cosa son los aplausos y otra muy diferente conseguir el apoyo real para desarrollar una verdadera carrera.

Hoy en día, cuando está, por derecho propio en la élite de los grandes chelistas del mundo, sabe que sólo contó para conseguirlo con el apoyo de sus padres, con el de la Fundación Mayra y Edmundo Esquenazy y con las oportunidades que le brindó en su momento la Filarmónica de Bogotá.

Es un sobreviviente de esa realidad. Él lo sabe con absoluta certeza. Debe tener plena conciencia de que nada le adeuda a festivales locales que lo presentaron como una atracción para deslumbrar con El vuelo del moscardón y menos aún al Estado.

La “Plata” de Tchaikovsky

Finalmente, luego de una vida de sacrificio, sí, de sacrificio, porque así es el día a día de los músicos, logró escalar la primera cima de su carrera al alzarse el pasado 2019 con la medalla de plata del Concurso Tchaikovsky en Moscú.

No es cualquier cosa, se trata de una de las competencias más exigentes del mundo musical. En competencias de esa categoría, se sabe que la presea de plata, con frecuencia, abre más puertas que la misma de oro: que lo diga Pogorelich.

Es un hecho que hoy por hoy está en la élite de los grandes. Pero eso, aparentemente, no generó mucho revuelo: los medios en su momento lo registraron como una más de tantas noticias y el ministerio salió del paso con un mensaje de felicitación. Bueno, vaya uno a saber si en el ministerio de cultura saben que es un violonchelo o como suenan las Variaciones Rococó de Tchaikovsky, que Cañón tocó en la ronda final del concurso. Con la cabeza del Estado no me meto, porque la Cultura definitivamente no es lo suyo.

Regreso glorioso

Desde el primer momento se supo que su regreso a Colombia ocurriría con la Filarmónica de Bogotá. Que en cierta medida es su orquesta. Cuando la noticia del concurso le dio la vuelta al mundo, nadie imaginaba lo que iba a ocurrir: una pandemia y que el León de Greiff, sede perpetuamente provisional -Ay, Enrique, no pusiste nada de tu parte- de la Filarmónica cerrara sus puertas.

ENS

Por suerte, el Teatro Mayor ha levantado el telón para acoger a la Filarmónica y, de un par de semanas para acá, decidió abrir sus puertas al público. Los audaces, los valientes y los ya vacunados han decidido volver al teatro, con todas las restricciones habidas y por haber. El pasado viernes 19, el Mayor enmarcó el regreso con gloria de Santiago Cañón al país.

Inteligentísimo el artista, lo hizo no con una pieza de fácil lucimiento, ni con una partitura de esas que, por su prestigio violonchelístico, pueden garantizar una rápida seducción del auditorio. Prefirió hacerlo con una partitura de esas que ponen al artista en absoluto compromiso, una obra que no permite sino hacerlo bien: el Concierto nº 1 en Do mayor de Franz Joseph Haydn. Concierto que, arropado por la Filarmónica, dirigida por Marck Laycock, fue resuelto con la maestría de los grandes y esa elegancia natural que demanda Haydn, uno de los compositores más difíciles de todos los tiempos. Cañón recorrió con agilidad el primer movimiento, Moderato, cuanta limpieza en los ataques, qué refinado en el entendimiento de la estructura, cuánta profundidad y expresión en los pasajes de las cuerdas graves. Igual desempeño en el segundo movimiento, Adagio, donde logró eso que se anhela en los movimientos lentos de Haydn, canto, pero canto instrumental, no de atavismo vocal. En el Allegro molto movimiento final, ya dio paso a otra cara de la moneda: la extroversión típica de los clásicos, gracia, agilidad y mucho temperamento.

El auditorio, eso se siente en la grabación del concierto, agradece la actuación del artista y de la orquesta, cuyo desempeño es notable, limpio, cuidadoso del estilo y, sobretodo de diálogo fluido y estrecho con el solista. El artista por su parte, sin retirarse el tapabocas que ha utilizado a lo largo de su actuación, retribuye al aplauso, recorriendo con profundidad, casi con unción mística, la Sarabanda de la Suite en Re menor BWV 1008 de Johann Sebastian Bach, como si quisiera decirle, a los presentes, y a quienes seguimos, por miedo en la virtualidad, su regreso a la escena musical bogotana: Gracias.

La orquesta completó programa, primero con la Sinfonía nº 24 y tras la actuación de Cañón, con la Sinfonía París, ambas de Mozart.