Travesuras, cuentos y virtuosismo en concierto | El Nuevo Siglo
EL VIOLINISTA Giuseppe Tejeiro interpretando Tzigane de Ravel en el León de Greiff. /Foto. Kike Barona - cortesía Orquesta Filarmónica de Bogotá
Lunes, 24 de Febrero de 2025

Por Emilio Sanmiguel

Especial para EL NUEVO SIGLO

Reunir a Maurice Ravel y Richard Strauss, como ocurrió la tarde del pasado sábado en el concierto de la Filarmónica en el Auditorio León de Greiff, es más frecuente de lo que podría pensarse, aunque la balanza se inclinó más a favor del vasco que del bávaro.

La idea era celebrar los 150 años de Ravel, nacido el 7 de marzo de 1857 en Cibourne, a apenas 33 kilómetros de San Sebastián; de ahí su fascinación por la música española.

Ambos fueron grandes compositores de fin de siglo, unidos curiosamente por el vals vienés del otro Strauss, Johann II: Ravel en su poema sinfónico La valse, Strauss en El caballero de la rosa. Kurt Wilhelm dejó testimonio en Strauss: un retrato íntimo (ed. Thames & Hudson, 2000) de que ambos se encontraron varias veces en 1907, cuando el alemán estaba en París para dirigir. Se admiraban mutuamente. Strauss era mayor: había nacido en Múnich el 11 de junio de 1864.

Por tratarse de estéticas musicales coetáneas, pero diferentes, reunirlos fue una buena idea, aunque el Strauss tuvo más sabor a propina que a homenaje.

Es positivo que, pese a un programa digamos inusual, el público llenara casi por completo el León de Greiff y, por la manera en que reaccionó, disfrutara plenamente del debut en Bogotá del mexicano Ludwig Carrasco, titular de la Sinfónica Nacional de México, la orquesta más importante de su país. También fue el debut, como solista, del bogotano Giuseppe Tejeiro.

Tzigane y Tejeiro

No se trata de hipérboles patrióticas, pero la presentación de Tejeiro tuvo gran significado, y el público así pareció entenderlo. A mediados del siglo XVIII, Charles Burney, tras oír la Orquesta de Manheim, la describió como un “ejército de generales”. El bogotano, que ocupa el atril asistente de los violines II de la Filarmónica, llegó al escenario del León por convocatoria interna de los músicos con una obra del máximo compromiso instrumental posible: la Rapsodia de concierto Tzigane (1924), que demanda toda la destreza violinística.

No defraudó. Desde el Lento, quasi cadenza, que atacó con firmeza, hasta las pirotecnias del Presto final, mostró seguridad en las dobles octavas, arpegios en pizzicatti, armónicos, dobles trinos y destreza en el arco. A diferencia de muchos virtuosos, pareció eludir el espectáculo de fuegos de artificio. El público del León, que ya sabemos cómo es, intuyó en él a uno de los suyos y no escatimó un aplauso sincero y emotivo. Carrasco, desde el podio, supo arropar al violinista, y la orquesta hizo lo propio.

Ma mère l’Oye

La primera obra del programa fue Ma mère l’Oye de Ravel, esa especie de suite de 1910 en la que Ravel desplegó su genialidad como orquestador. Se inspiró en cuentos infantiles de Charles Perrault (La belle au bois dormant y Petit poucet), en Laideronnette, Impératrice des Pagodes de Marie-Catherine d’Aulnoy, La belle et la bête de Jeanne-Marie de Beaumont y Le jardin féerique, de autoría incierta.

En lo musical, la obra recorre Pavane, Très modéré, Mouvement de marche, Mouvement de valse y Lent et grave, transitados por la orquesta con todas las sutilezas posibles. Carrasco pareció desplegar su mejor actuación en las complejidades rítmicas del segundo episodio y, en el final, la participación del concertino Luis Martín Niño fue impecable.

Pavane pour une infante défunte

La segunda parte del programa abrió con la famosa Pavane pour une infante défunte, testimonio de la fascinación de Ravel por España, de 1899. No hay que dejarse distraer por el título: “No tiene nada que ver con la música, simplemente me gustó cómo sonaban las palabras”, declaró el compositor.

La Filarmónica y Carrasco ofrecieron al público una lectura delicada de esta imagen de la infanta en la danza de la corte española. Pero no de manera directa, sino como si se oyera detrás de un velo de sugestivas sonoridades; “evanescentes”, habría dicho Hernando Caro Mendoza.

Carrasco dejó la sensación de seguir los deseos expresos del compositor: no apresurar la lectura y atender los frecuentes expressif, doux, retenu, hasta el perdendosi final. Los pasajes solistas fueron resueltos con solvencia por los filarmónicos, pero fueron las trompas, en los primeros compases, las encargadas de marcar el derrotero por el que luego transitaría la orquesta.

Final straussiano

El final de la tarde fue para el poema sinfónico Till Eulenspiegels lustige Streiche, op. 28 (1895), de Richard Strauss. Este maravilloso alboroto musical, que narra las aventuras y travesuras del divertido personaje, junto con Así hablaba Zaratustra y Don Quijote, parecen conformar una tríada.

Director y orquesta fueron un sólido vehículo musical para la brillantez de la lectura, que exigía algo esencial para llevar la música a buen puerto: control del sonido y claridad en los innumerables juegos de texturas instrumentales. Con una composición tan emotiva y hasta aventurada, como demanda el programa de la obra, el riesgo se solventó con facilidad.

Se lograron muchas cosas, entre ellas la unidad en los 22 episodios del relato, que parecen sugerir un rondó, y una gran inteligencia para que el público intuyera el momento justo en el que la orquesta retomó el tema de la introducción. Gran aplauso, desde luego.

Cauda

Nada tan desatinado como la introducción motivacional por los altavoces del auditorio antes del inicio del concierto, adelantando al público las bellezas del programa. Suficiente con ese embeleco de la alcaldía de contarle a las salas de Bogotá cuántas puertas tiene el teatro y dónde quedan. En el León, además, le agregan lo bello que es el auditorio, como si eso no fuera evidente, y la maravilla de su acústica, innecesario y ¿parroquial?

Otrosí: ¿Llevar niños de brazos al concierto califica como abuso infantil? Una madre llevó el suyo, y este, en su derecho a la protesta, armó un berrinche justo durante el Lento, quasi cadenza, es decir, durante el solo de violín de Tzigane: por poco les arruina el concierto a los casi 1.609 espectadores de la tarde.