Abismo del Partido Conservador | El Nuevo Siglo
Miércoles, 7 de Septiembre de 2022

* Rodilleras en vez de independencia

* El camino del conservatismo auténtico

 

La bancada parlamentaria que aparentemente representa al Partido Conservador ha decidido, contra toda esperanza y sindéresis, perder su libertad y declararse oficialista. Es decir, que ha dejado el camino expedito para el verdadero conservatismo, mucho más amplio y vigoroso en el país, como siempre pregonó Álvaro Gómez. Y así encontrar redención y vigencia por fuera del sendero infecundo y la mira estrecha e interesada que la avanzada directorista, casi anónima y furtiva, ha impuesto al incorporarse de plano a las doctrinas antagónicas del Pacto Histórico.

Ni siquiera medió, en efecto, el cacareado Acuerdo Nacional sobre el cual la avanzada directorista declaró, en principio, que quizá podría haber algunos puntos de encuentro, preservando el decálogo de la colectividad y reservándose la libertad de opinar sobre la gran mayoría de temas de política pública, manteniendo la figura de la independencia. De hecho, acaso ni se les ocurrió asumir una conducta al estilo de la que, por cuenta del partido conservador galo, se salvó Francia de la hecatombe socialista en que venía con Mitterrand, aun participando de la cohabitación institucional. Pero por ningún motivo declarándose oficialista, ni mucho menos perdiendo su autonomía y, al contrario, afianzando sus ideas.

En estricto sentido, es como si hoy el Partido Popular se hubiera plegado a la coalición de socialistas y podemitas que gobierna España y que es lumbre indeclinable del gobierno colombiano actual. Y todavía peor, y bajo la misma esfera ideologizante en América Latina, como si el conservatismo chileno se hubiera desvivido por compartir los postulados de Boric, luego de subirse a la cresta de las manifestaciones anarquizantes e incendiarias (base de las colombianas de hace un tiempo), y se hubiera privado de la rotunda y ejemplar victoria democrática, el domingo pasado, contra el populismo que pretendía seguir de largo en aquel país.

En ese sentido, habría que irse hasta el Libertador para recordar que su lucha incesante contra la demagogia sigue siendo pilar indefectible del conservatismo colombiano. Incluso desde el comienzo cuando, en el manifiesto de Cartagena, advirtió al respecto sobre tener “filósofos por jefes; filantropía por legislación; dialéctica por táctica; y sofistas por soldados”. Nociones que después, aún con algún exponente no bolivariano, se introdujeron en el decálogo conservador como dique contra el materialismo y la anarquía, y la prevalencia del derecho. Y que a la larga tuvieron expresión fehaciente en los postulados regeneradores de Rafael Núñez, permitiendo la paz, la esquiva unidad nacional e irrumpir con decisión en el progreso.

Esa trayectoria fue la que también permitió, a su vez, destronar las charreteras rutinarias (como desde mucho tiempo atrás lo quería el mariscal Sucre antes de su asesinato) e iniciar una extensa tradición civilista, admitiendo las pugnas ideológicas comunes a la democracia. Hasta que, ciertamente, hubo de finiquitarse la guerra civil no declarada entre los partidos, fruto de un apasionamiento excesivo, y así derruir la usurpación dictatorial posterior que se vino a pique con el tratado de paz concebido por Laureano Gómez y Alberto Lleras, dando curso al Frente Nacional.

Luego, siempre manteniendo su doctrina, el conservatismo fue artífice de las instituciones preminentes de la Constitución de 1991. En todo caso, nada tiene que ver el pacto social del conservatismo con las tesis discordantes del progresismo conceptual que divide y fustiga a la persona por su sexo, su raza, su religión, su ingreso, en fin, todo lo que sirva para anular su dignidad y su carácter integral, a propósito de enfrentar los espíritus, suscitar la lucha cultural y de clases, y disolver el bien común que va implícito en la noción sencilla y drástica de ciudadanía. Ni tampoco se alindera con la expropiación, las actitudes confiscatorias, las invasiones contra la propiedad privada, la ambivalencia con los derechos humanos (como con Nicaragua), ni el decrecimiento de los modelos económicos para un país pobre que necesita salir avante.  

No habrá, pues, ya necesidad en lo absoluto de la ley del transfuguismo, que se ha anunciado como una de las posibilidades lesivas de la reforma política. Suficiente con lo visto, cuyo resultado práctico es por anticipado idéntico. Y que bien harán en formalizar, cuando la aplanadora que significa el 72 por ciento de mayorías parlamentarias, dirigidas por el pactismo, termine de pavimentarles el trayecto. Total, da lo mismo.

Declarados oficialistas, no habrá pantomimas de independencia alguna. Y fácil es presumir que se encontrarán con una colectividad renunciada y desierta. En efecto, hubieran mostrado ese rostro oculto en la campaña, para constatar de una vez por todas el ámbito solitario que habrían adquirido las urnas que los llevaron al hemiciclo.