El secreto de los EE.UU. | El Nuevo Siglo
Jueves, 12 de Mayo de 2016

·      La inestabilidad estable

·      Un acto de confianza democrático

 

La nota predominante sobre las elecciones en los Estados Unidos es, a no dudarlo, la confusión de los analistas y expertos frente al escenario que se comienza a dibujar. No hay prácticamente ninguna opinión o escrito que no deje entrever una dosis de desconcierto y pesimismo. Y ante todo prevalece la sensación de que se está marchando sobre arenas movedizas. Y en ese entuerto, donde pululan las contradicciones propias de un ambiente tan móvil y caldeado, no hay elementos que permitan dilucidar un panorama estable. De algún modo, pues, los analistas han quedado fuera de lugar.

 

Eso, ciertamente, es lo interesante y difícil de la política de los Estados Unidos. Porque pocas veces ella se presenta concluyente y plácida. De hecho, esta nunca ha sido la plataforma de estabilidad que muchos, sin embargo, parecerían añorar en estos momentos. Desde los años sesenta del siglo pasado, luego del asesinato de John F. Kennedy, el panorama político nunca se ha presentado fácilmente discernible. Y tampoco puede decirse que previamente fuera así. Inclusive, a la muerte de Franklin D. Roosevelt, en medio de la Segunda Guerra Mundial, nadie daba un peso por la presidencia de Harry Truman. Pero al ganar éste, contra la mayoría de pronósticos, fue quien lanzó la primera bomba atómica, en Hiroshima y Nagasaki, aniversario que precisamente se conmemora en estos días. ¿A alguien podría ocurrírsele que una persona aparentemente dócil, como Truman, llegaría a una conducta tan determinante? 

 

Más tarde jamás se supo, ni siquiera a hoy, quién mató a John Kennedy y la teoría de un crimen en solitario es cada día menos aceptable. Allí, en todo caso, nació una era de incertidumbre que también pasó por los asesinatos de Robert Kennedy y Martin Luther King, entre otros, y que terminó con el Watergate de Richard Nixon, cuando se pensó, en el transcurso de la década, que Estados Unidos se había vuelto inviable, entre los magnicidios y los escándalos que finalmente dieron al traste con el único presidente renunciado de la historia norteamericana. Incluso, el perdón otorgado por el sucesor, Gerald Ford, causó estremecimiento, pero corridos los lustros Nixon murió con cierto hálito patriarcal y acaso un acre olor a tempestad que siempre tuvo.

Posteriormente, a la presidencia accedió un hombre dedicado a la siembra de cacahuetes, como Jimmy Carter. Para muchos dentro del establecimiento demócrata era desestimable pero a la larga, tras una administración llena de altibajos por su debilidad, se convirtió en el vocero mundial de los derechos humanos, de cuya figura los mismos demócratas se precian como ninguno. Fue ahí cuando, en el otro partido, irrumpió un líder como Ronald Reagan cuya candidatura fue, por igual, recibida con las espuelas por el establecimiento republicano y a quien también se pretendió desestimar por ser un sindicalista de la industria cinematográfica y un actor de segunda línea. No era aquel, por supuesto, un hombre estrafalario, como Donald Trump, pero con dos o tres ideas básicas para llevar a cabo, y bien distante de los intelectuales, se convirtió en uno de los mejores presidentes en la historia de los Estados Unidos, al lado de Lincoln y Roosevelt, acorde con las encuestas. Reagan profundizó, en algunos aspectos, el legado de Nixon.

 

Más adelante, a su vez, a George Bush sr., quien venía de la vicepresidencia de Reagan, le siguió un completo desconocido, en el nombre de Bill Clinton, gobernador del pequeño estado de Arkansas y entonces por completo irrisorio para el establecimiento demócrata. De algún modo quiso imitar a Kennedy. Logró impactar con su carisma, aún vigente, y salvar los escándalos estruendosos de todos conocidos. Lo reemplazó un ex-alcohólico, George Bush jr., quien hubo de enfrentar el peor ataque a los Estados Unidos desde Pearl Harbor y que cambió el escenario mundial hasta hoy. Nadie pensaría, a su vez, que su sucesor sería un afrodescendiente, como Barack Obama, cuya carrera política era prácticamente exigua y quien derrotó, precisamente, al nuevo establecimiento demócrata dejado por Bill Clinton en cabeza de su esposa, Hillary, hoy de nuevo en liza.

 

No hay, pues, nada de que sorprenderse en las elecciones entre Donald Trump y Hillary Clinton. La democracia de los Estados Unidos, cuando no hay reelección de por medio, suele abrirse camino por donde menos se piensa. Esa es, precisamente, su condición, fortaleza y estabilidad. Y es la confianza en ella, justamente, la que tiene hoy a ese país como única potencia del orbe.