Hora del voto programático | El Nuevo Siglo
Martes, 19 de Abril de 2022

* No basta con recurrir a una notaría

* La democracia radica en la voluntad popular

 

 

En principio, no está mal que los candidatos presidenciales eleven sus propuestas a nivel notarial como muchas veces se ha hecho. Pero cuando se trata de hacer constar la buena fe en cuanto a alguna propuesta puntual puede ser un arma de doble filo. Porque a fin de cuentas es la demostración de que se carece de credibilidad al respecto y de que se necesita algún instrumento adicional para generar confianza entre los electores.  

En realidad, desde el punto de vista de la democracia el verdadero aval programático es el que se produce el día de las elecciones. No es menester pues acudir a un mecanismo diferente al del voto que es, precisamente, el modo efectivo en que el pueblo muestra su aprobación en torno de determinada propuesta. Por lo cual, suplir la voluntad popular con un notario es cambiar el sentido y la naturaleza de las cosas.   

El candidato de izquierda ha decidido, sin embargo, ir a una notaría para señalar que entre sus ideas no está la de expropiar. Esto, según lo ha dicho, con el propósito de quitarle el miedo que los colombianos tienen a su aspiración. Pero la expropiación, en términos constitucionales, no trata de ninguna alternativa política, sino que es el método administrativo que el Estado utiliza para llevar a cabo infinidad de obras, consideradas de utilidad pública y con la indemnización respectiva. De hecho, en la Constitución colombiana no existe la expropiación por razones políticas. Cualquier modificación en la materia respondería a un viraje integral del sistema democrático, como puede ocurrir con el comunismo o derivaciones como las de las masivas invasiones a la propiedad privada en Venezuela.      

No obstante, podría decirse que la expropiación no solo consiste en ese acto formal en que el Estado usa sus atribuciones administrativas para realizar actividades en procura del bien común y con el estricto cumplimiento de los procedimientos legales. También puede haber expropiaciones veladas como cuando los agentes estatales recurren a tasas de tributación confiscatorias, asfixiando a los contribuyentes, o deciden sobre los ahorros de los ciudadanos en los fondos pensionales, solo para citar algunos ejemplos. Son muchas, ciertamente, las formas de atentar contra la propiedad privada y todas ellas se traducen generalmente en algún tipo de preeminencia excesiva por parte del Estado frente a las libertades y derechos de los ciudadanos. Caso típico del populismo, en que los organismos estatales se toman como bien propio y se dispone de los recursos ajenos como fundamento y elixir gubernamentales.

Precisamente, una de las definiciones de lo que es una Constitución trata de los límites que se imponen al Estado para su funcionamiento. En Colombia suele dársele prevalencia a la tesis de Norberto Bobbio según la cual la Carta Magna es, en el fondo, un tratado de paz en el que los ciudadanos se ponen de acuerdo, a través de las normas que todos se comprometen a cumplir, para el desenvolvimiento social. Pero en términos clásicos, y más allá de los pesos y contrapesos que supone el desarrollo constitucional, el punto central de lo que significa una Constitución, en una democracia como la colombiana, radica en el hecho de que el Estado no sea una amenaza para la ciudadanía. Para eso no hay que otorgar un certificado de buena fe, sino atenerse estrictamente a lo que dice la ley.

En ese caso, lo que más bien podría establecerse en Colombia, inclusive en desarrollo de las instituciones existentes, sería la de complementar las elecciones presidenciales con el voto programático que se da en gobernaciones y alcaldías. En efecto, esta formulación legal consiste en que todo aspirante debe registrar oficialmente su programa a fin de que, si una vez en el gobierno lo incumple o introduce acciones que no estén de antemano contempladas, pueda ser revocado ya que está actuando por fuera del mandato dado por los electores.

Esto, en vez de recurrir a una notaría, le daría un rigor disciplinante al programa de los candidatos presidenciales que, por lo demás y en caso de un triunfo electoral, quedaría sujeto al constante escrutinio popular y las consecuencias de no cumplir o apartarse de lo prometido. Como debe ser.

Se trataría, entonces, de un voto de confianza o desconfianza, como ocurre en muchas democracias del mundo. Y se estaría yendo mucho más allá de una firma notarial efímera, desde luego insuficiente frente a lo que en primer lugar cuenta en un sistema democrático real: el respeto por la voluntad popular.