La “Corte legislativa” | El Nuevo Siglo
Miércoles, 23 de Febrero de 2022

* Y el Congreso, ¿para qué?

* Anatomía de un golpe de Estado

 

 

Como el Congreso poco actúa en nada que tenga relación con la justicia, si no es en cosas muy pequeñas y marginales, parecería normal que permanezca impasible frente al asalto de sus atribuciones legislativas por parte de la Corte Constitucional. Pero aún más, la institución parlamentaria ha perdido toda dinámica en sus diferentes aspectos, no solo por los escándalos, el salario excesivo y los privilegios de los congresistas (aparte de la desvalorización universal de la política), sino porque cada día se presenta como una entidad sobrante o al menos superflua frente a las decisiones estatales trascendentales. De hecho, si no es por la iniciativa en los proyectos del Ejecutivo, el organismo podría darse por cerrado.

Bajo esa perspectiva, la desfiguración de la democracia colombiana ha llegado a límites insostenibles y la Constitución, incluso a nombre de sí misma, ha dejado de regir en los postulados democráticos, dentro de la concepción insoslayable de Montesquieu que divide el poder público en ramas autónomas, con funciones separadas.

En efecto, tómese de ejemplo el infamante caso del aborto hasta las 24 semanas, autorizado por la Corte Constitucional, para entender cómo una facultad que, a todas luces, está taxativamente en manos del Congreso, fue desestimada sin que se diga mayor cosa y no exista una expresión oficial de los congresistas en defensa de sus atribuciones legítimas (Claro, están ocupadísimos en la campaña). Que, por lo demás, son atribuciones tan explícitas que, efectivamente, no admiten conclusiones diferentes.

Porque no es cierto que la Corte Constitucional tenga ningún tipo de facultad legislativa orgánica, ni que mucho menos sea una entidad excluyente en la interpretación de las normativas. Al contrario, la primera atribución del Congreso consiste, precisamente, en “interpretar, reformar y derogar las leyes”. En ese orden y según puede colegirse fácilmente del texto, la primera función constitucional, entre la infinidad de las que goza para hacer las normas, radica justa y de manera principalísima en sus tareas de “interpretación”. Es decir, que no solo hace las reglas, sino que les da alcance, las debate, analiza y actualiza, dando curso a eso que se llama el espíritu de la ley.

Y que, asimismo, dentro de la filosofía del derecho, en lo cual también Hegel nos legó conceptos infranqueables, se corresponde con la propedéutica. O sea, más allá del ampuloso pero preciso término, esto significa que el último fin de la ley es enseñar, crear hábitos y formas de conducta social. No es solo, pues, su carácter disuasivo o reglamentario, sino que la ley contiene un trasfondo pedagógico colectivo de mucho mayor extensión y eficacia al del positivismo escueto. Lo que está, de igual manera, incurso en las actividades parlamentarias cuando, a través de un trámite legislativo complejo, se hacen, reforman y derogan las leyes o códigos.

Eso es, naturalmente, en lo que consiste la democracia representativa. Habrá que repetirlo, puesto que esto tan sencillo se ha olvidado. Se trata, en efecto, de escoger a un grupo de colombianos, por voto popular, para que lleven la vocería de los sufragantes en el Congreso, a fin de que ventilen y apliquen las ideas que han salido favorecidas en las urnas. Por lo general, hay un disenso inicial de los temas a tocar en el hemiciclo, puesto que en principio hay una lógica confrontación de pensamientos y convicciones, pero a partir de los estrictos mecanismos constitucionales dados para la formación de la ley, con sus debidas discusiones, se llega a un consenso final representado en las mayorías, todavía más en temas que comprometen la axiología social.

Ese grado de complejidad, en el que participan casi 300 parlamentarios, no tiene sustituto en la Constitución. Pero no es así, ya que ahora es la Corte Constitucional, incluido un conjuez que ni siquiera tiene origen en la democracia indirecta por medio de la cual se eligen los nueve magistrados, la que termina legislando precariamente en materia tan trascendental como las leyes sobre la vida (razón de ser de la Constitución). Y con la excusa poco clara de que no lo hace el Parlamento, en un carrusel donde el Congreso omite sus funciones y la Corte las extralimita, inclusive fracturando el bloque de constitucionalidad. Es decir, una total distorsión democrática y un golpe de Estado entre las ramas del poder público.

Y así, ahora nos damos por enterados, de cuenta de la flamante “Corte legislativa”, de que son sujetos de derechos los animales, los árboles y los ríos, eso sí, salvo las almas que todavía están en el vientre materno y que son desecho constitucional. Bajo esa premisa axiológica, ya no es posible decir con el maestro Guillermo Valencia, ¡bendita democracia, aunque así nos mates!