Memoria histórica amañada | El Nuevo Siglo
Lunes, 29 de Julio de 2013

Son múltiples los  orígenes de la violencia en Colombia. Unos establecen fechas determinadas para clasificar y sumar  las víctimas,  otros presentan victimarios como víctimas y desconocen la verdad de manera olímpica. Unos antropólogos condenan al pueblo como dado a la barbarie y propenso a la violencia, desde sus orígenes ancestrales, por  las guerras tribales, otros sostienen que en algunas tribus indígenas en las que se practicaba el canibalismo siguen irredentas las violencias que afectan su entorno. Las tribus caribes se destacaban por guerreras y forzar la expansión por vía de las armas. En  el sur se libraron guerras contra el colonialismo belicista de los incas. En otros lugares los indígenas muestran la naturaleza pacífica, les repugnaban las armas. Pese a que, incluso en las regiones más “tranquilas” o avanzadas, libran sangrientas guerras, como es el caso en la sierra de muiscas y los panches. Las tribus europeas o de otras regiones del mundo, en la misma etapa de evolución de las nuestras en tiempos históricos distintos, sufren choques similares. Sorprende a los investigadores la razón por la cual la evolución aquí se hizo tan lenta en contraste con la europea en el tiempo y se congela por largos períodos en unas regiones, quizá por la presión negativa del entorno selvático, los temores ancestrales.

Se intenta un mapa de la violencia según los orígenes tribales. La narrativa histórica que se refiere al temple guerrerista de los europeos hace distinción entre los españoles y los de origen germano, como en el caso de Ambrosio Alfinger. Se comienza a establecer la frontera  entre conquistador y colonizador. La Corona de España entrega a los banqueros Wesler dominios en estas regiones en pago por deudas contraídas. Carlos V, en 1530, da la autorización para la empresa de explotar el comercio. Alfinger, soldado de profesión, ingresa por el río Magdalena con varios centenares de soldados que indistintamente mueren por las enfermedades o en lucha con ancestrales combatientes, es cofundador de Bogotá; sigue hasta lo que es hoy el Norte de Santander, él deja un rastro de sangre por la recia resistencia que encuentra a su paso en busca de oro, hasta que es cercado por los indios chitareros que atraviesan con una flecha su garganta, por  Chinácota, entre Pamplona y Cúcuta, donde el héroe agoniza. Allí  la violencia recurrente persiste, como en el Catatumbo. Historial diferente al de un Don Gonzalo Jiménez de Quesada, letrado, abogado, militar  improvisado, que enfrenta a las tribus más belicosas para sobrevivir y logra más victorias por la diplomacia que por las armas, para asentarse, finalmente, aquí. Se consagra a una vida sedentaria de gobernante reflexivo y colono, dedicado a la literatura y la historia. Ambos fueron seducidos por la leyenda de El Dorado. No faltan antropólogos, sociólogos e historiadores, que sostienen que esas son las hondas raíces de la violencia, para lo cual desestiman trescientos años de paz interior, descontando algunos levantamientos tribales, impera la ley y el orden, con  gobiernos civilizados y eficaces, que respetan los fueros municipales del Imperio Español en América.

El 20 de julio de 1810, fuera del incidente del florero, no se produce ni una hemorragia nasal, el pueblo grita a favor del Rey legítimo, prisionero de Napoleón y contra las autoridades afrancesadas locales, por el mal gobierno. Preso en Bayona el monarca, prevalece un orden precario. La Patria Boba se hunde en guerra intestina, que se repite saltuariamente de manera absurda e inevitable, por la copia de modelos políticos y constituciones foráneas pensadas para otras sociedades, que por rareza  resuelven nuestros problemas. Siguen los amagos de guerra social. La gloria irrumpe con  Simón Bolívar, que reduce a Santa Fe de Bogotá por la fuerza. Viene la reconquista de Morillo, al que desafía el Libertador, hasta que consagra la libertad mediante la espada y sus proclamas.

Bolívar lucha por fortalecer el Estado y sembrar la paz, ensaya un modelo constitucional que no es  el francés, ni el estadounidense, así esté influido por ambos y el modelo inglés que admiraba. Su esfuerzo choca con los liberalizantes a la europea y los intereses creados, que resuelven eliminarlo. Santander, jefe de ese partido, es condenado a muerte. El Libertador, a ruego del mariscal Sucre, le perdona la vida por el exilio. Santander estaba imbuido por la doctrina utilitarista que introduce en la educación básica, que llevada al extremo justifica el asesinato, como acontece con Sucre. Esas exóticas doctrinas las prohíbe Bolívar, que está por la unión del cáliz y la espada, a favor de las tradicionales enseñanzas morales de la Iglesia. Sutiles analistas acusan a los utilitaristas criollos  de perseguir a todo trance el enriquecimiento en el poder. Santander libera los intereses, lo que lleva a la posterior quiebra de Judas Tadeo Landínez, que se hunde con los ahorros de la sociedad.

La Comuna de París en 1848 produjo una serie de seguidores del socialismo en nuestra región, pese a que no teníamos industria, los cuales con su prédica influyen en la violencia política y de guerra civil.  Ese utilitarismo, junto con las doctrinas disolventes de Rousseau, de la irresponsabilidad social, desembocan en la implantación por la fuerza de la Constitución de Rionegro de 1863, que defiende la libertad de cultos y persigue a la Iglesia Católica, a la que despojan de sus bienes, en un país con 99 por ciento de católicos. Es la apoteosis de la violencia anticonservadora. Surge  la  contrarrevolución de Rafael Núñez, quien, con personalidades de origen liberal y conservador, convoca a   fortalecer el Estado al estilo bolivariano en la Carta de 1886. Los liberales apelan a las armas, son derrotados.

El siglo XX consagra la paz conservadora al ganar la Guerra de los Mil Días, desde el gobierno de Rafael Reyes hasta 1930; cuando asume el liberal Enrique Olaya Herrera, entonces  aflora la represión con miras a modificar el mapa político y el romanismo; los conservadores sin garantías por más de una década no lanzan candidato presidencial. Son hostilizados en los campos, donde está la masa de la población. Alberto Lleras, de hondas convicciones democráticas, preside las elecciones que gana Mariano Ospina Pérez. El asesinato de Jorge Eliécer Gaitán divide el país. Laureano Gómez conquista el poder en un  país polarizado por  pasiones políticas irreductibles. Al posesionarse proclama el nuevo estilo conviviente, sin  eco en el liberalismo que desde la oposición fomenta las  guerrillas. La crispada base conservadora teme otro 9 de abril. El desencuentro partidista se agrava. Culpar  de la violencia a Gómez, que enfermo gobierna un año, es tergiversar  el hilo conductor de los antagonismos políticos y sociales, con responsabilidad innegable de los partidos históricos. Vino el golpe de cuartel. El  Frente Nacional consagra la paz. Los revolucionarios  castristas desatan la más sangrienta violencia, en la que seguimos. Un  informe de enfoque socialista excluye  de la violencia al comandante Fidel Castro y responsabiliza a Laureano Gómez, cuya casa y El Siglo los consumen las llamas el 9 de abril. Es anticientífico negar  enfermedades de la retícula social o que están en la epidermis colectiva. En cuanto a lo conservador, la genealogía de la violencia en Colombia es  la expresión de la legítima defensa de la sociedad a lo largo de la historia.