Peligrosa debilidad estatal | El Nuevo Siglo
Viernes, 12 de Julio de 2013

En  Colombia se confunde la imperiosa necesidad de reducir el tamaño del Estado, por el excesivo peso de una burocracia costosa, como por la intromisión del mismo en asuntos que no son de su competencia, con hacerlo inoperante. La confusión persiste  cuanto se legisla en el sentido de renunciar a competencias que son esenciales en un Estado fortalecido. Hemos debilitado el Estado y le cercenamos facultades que son esenciales para que cumpla las funciones que le son propias. Al copiar al calco algunos de los artículos de la Constitución de España de 1978, asimilamos doctrinas del regionalismo de ese país, que salía de la férrea dictadura  del general Francisco Franco y apostaba al otro extremo del péndulo, para dar excesiva preponderancia a las regiones en el manejo de los recursos, las que se endeudaron en exceso y entraron en el carrusel de la contratación y la dilapidación de recursos. En esa especie de círculo vicioso cayó España, lo que la ha conducido a la peor crisis económica de los tiempos modernos. Ese es un espejo en el que podernos vernos, por cuanto en nuestras regiones tenemos fenómenos semejantes o peores, como en el caso de la dilapidación de las multimillonarias regalías, que llenaron las alforjas de unos pocos y a los pobladores en la misma miseria de siempre.

El Estado nacional se debilitó en extremo, las mismas funciones de los ministros de la economía se redujeron, se creyó que dando alas al regionalismo y dejando los asuntos al libre juego del mercado, todas las cosas mejorarían en España por arte de magia. A partir de entonces la idea liberal de reducir el Estado a su mínima expresión, remanente de la más lejana de “dejar hacer y dejar pasar” o la de Spencer “del hombre contra el Estado”, que tan atractiva resultaba para los radicales colombianos, vuelve a tomar auge en Colombia, junto con el neoliberalismo extremo. Sin que los conservadores se percaten. Y se resuelve acabar o disminuir las regulaciones estatales en nombre del libre juego del mercado, lo que lleva al desastre del sistema de salud, con efecto devastador sobre las pensiones que se juegan en títulos de bolsa o casos como el de Interbolsa y las pirámides en las cuales los colombianos son desplumados.

Estos atentados  se podrían evitar  con controles estatales adecuados, lo que impiden los economistas defensores a todo trance de la bondad intrínseca del mercado, a sabiendas de que los capitales especulativos y de toda índole se mueven en la  jungla del sálvese quien pueda y darles absoluta libertad, lleva a crisis como la de Estados Unidos en la Florida, de los fondos de pensiones en otras partes y la honda crisis de la Unión Europea, anunciada por años por reconocidos analistas económicos internacionales.

Esas ideas favorables a la descentralización extrema y a dejar que las alcaldías manejen  sus fondos como les plazca, determinan que ciudades como Bogotá carezcan de Metro. Esos postulados importados de España y de Alemania, se consagran en la Carta de 1991. En tanto  se proclama el Estado unitario se avanza a un sistema centro-federal, que está vigente actualmente. Y como la historia tiende a repetirse de diversas maneras, vivimos un ciclo  similar en algunos aspectos al que surgió en el siglo XIX con la Carta de 1853, que terminó por empujar al abismo de la guerra civil en 1854 al país, que se había tornado ingobernable. Y a pesar de que una alianza conservadora-liberal de orden consigue derrotar militarmente al gobernante de facto, general Melo, seguimos por el despeñadero de la Confederación Granadina de 1858, que, temporalmente, une en un mismo proyecto al civilista Mariano Ospina Rodríguez y al general Tomás Cipriano de Mosquera. So pretexto de remediar esos males caímos en la consagración oficial de la debilidad crónica del Estado, cuando “el guardián del manicomio se contagió de locura”. Fueron 10 años en los cuales los conservadores de entonces se dejaron atrapar por el canto de sirena del federalismo que proponía la casi abolición del Estado central, lo que en cierta forma se logra en 1863 con la Constitución de Rionegro, la cual consagra gobernantes de dos años y con  funciones casi decorativas, reducidas las Fuerzas  Armadas a la  mínima expresión. Tras esos años de confusión ideológica, nos desgarramos en una secuencia de guerras civiles  generales y locales, que desangraron el país por 20 años más. Fueron 30 años de desgracia para los conservadores y para las gentes de orden. Hasta que regresa del exilio diplomático Rafael Núñez y consagra el orden en 1886, que refunda, regenera  y fortalece el Estado, contra el que se levantan en armas un par de veces los radicales de siempre en el intento de volver a un sistema económico-político agotado en el mundo, sin éxito.

Cuánta semejanza en esos episodios políticos y los de ahora, que no pueden dejar de observar quienes están familiarizados con la historia nacional, así sea mediante una mirada superficial al pasado, para  cotejarlo con el presente. El libre cambio del siglo XIX nos lleva a la ruina cuando la crisis mundial redujo la compra de nuestras materias primas en el exterior, léase Inglaterra. Hoy la crisis de la Unión Europea, resiente al Asia. A su vez,  el resurgir de Estados Unidos, en un esfuerzo colosal por conseguir la autosuficiencia energética y petrolera, modifica los patrones de la tendencia al alza del crudo, que persiste a pesar de la primavera sangrienta que se extiende por los países petroleros árabes, que en otro tiempo habrían hecho subir el petróleo a las nubes. Y el crudo es el que mantiene a flote gran parte de la economía colombiana. Ya Venezuela, cuya economía se hunde sin remedio, vende petróleo a futuro a precios por debajo del mercado.

En momentos como estos es cuando se entiende la importancia del estadista visionario. Álvaro Gómez, quien,  en minoría en la Asamblea Constitucional de 1991,  logra que se consagre la Planeación, con la idea de ir a un gran proyecto por volcar las energías nacionales y modernizar la periferia del país, esa era su apuesta, junto con la fortaleza de las Fuerzas Armadas para hacer desarrollismo en gran escala. Y, también, consiguió consagrar su viejo proyecto de una Fiscalía General, que  cuenta con más de 20.000 funcionarios y el presupuesto más grande del país. La que se creó no solamente para  perseguir las  mafias, para prevenir el delito y combatirlo en todas sus manifestaciones. Tolerar la impunidad, así fuese temporal y con la mejor de las intenciones, para investigar los delitos “menores en contexto” lleva de manera inevitable a que se degrade la vida colectiva y se multipliquen de forma progresiva los ataques y robos impunes a las personas. Con esa nueva renuncia del Estado a combatir el delito, así sea por impotencia o ineficacia, la vida en las ciudades se degradaría de manera absurda y cruel, volveríamos a la jungla que por un tiempo prevaleció en Bogotá por  San Victorino, extendida por toda la ciudad y el país, mientras la policía en sus cuadrantes sería desbordada por el delito menor. A sabiendas de que del delito impune se deriva por desgracia a los delitos más infames y atroces.