Territorio, Estado y violencia | El Nuevo Siglo
Miércoles, 10 de Julio de 2013

En  declaraciones exclusivas para El Nuevo Siglo, el cardenal Rubén Salazar declara que le: “consta que esos municipios del Catatumbo han sido descuidados permanentemente por el Estado. Son municipios donde la gente vive en condiciones infrahumanas, prácticamente”. Lo que coincide con la tesis constante de este diario sobre el abismo entre las grandes urbes y la periferia del país en donde la violencia se ha ejercido de forma secular por más de medio siglo. Siendo que, curiosamente, esas extensas regiones pobladas, inicialmente, por indígenas, fueron por largo tiempo administradas y evangelizadas en algunos casos con éxito por comunidades religiosas, dado que el Estado no tenía recursos para promover el desarrollo y no se conseguían emigrantes que se establecieran allí. Y eso lo decía el general Rafael Reyes, quien era de los pocos empresarios que se aventuraron a explorar esas regiones e invertir en su colonización y desarrollo.

A la  falta de recursos para invertir en la periferia en el pasado se sumó el desplazamiento y la violencia. Pese a que en varias de esas regiones se encuentran valiosos minerales y extensas tierras cultivables. Es archiconocido que  desde tiempos antiguos en ciertas zonas como el Guainía se explota el oro y otros minerales, que se venden y comercian en Brasil. Los bajos impuestos y la casi ausencia del Estado facilitaron la explotación sin que los de la región obtuvieran los beneficios que esperaban. Todavía en el Chocó del oro que se extrae son precarias las inversiones para mejorar la vida de los habitantes. Y con los cultivos de coca llegaron gentes de todas partes del país y del exterior, con la esperanza de hacer fortuna. Muchos de esos aventureros se rejuntaron con las indígenas, a las que abandonaban con hijos cuando se desplazaban a otras zonas, perseguidos por la ley o en busca de mejores oportunidades. Lo que cambió la estructura general y multiplicó la quiebra social. Al tiempo aparecieron las Farc y otros grupos violentos, que reclutaban esos jóvenes  para adiestrarlos en sus andanzas criminales. Esa radiografía sucinta de la degradación social se repite una y otra vez. Con ingredientes nefastos, cuando emerge la guerrilla para hacer su “guerra” resuelve por largos años volar puentes, atacar las sucursales de la Caja Agraria y las modestas estaciones de Policía; incluso disparan contra centros de salud y ambulancias. Es cuando el Estado casi desaparece de esas extensas zonas.

Se requirió del Plan Colombia entre Colombia y los Estados Unidos, e iniciar la política de rescate de esas regiones, para lo que se trató no solamente de recurrir a la opción militar en gran escala, sino que se contemplaba un ambicioso proyecto económico, en particular para sustituir los cultivos ilícitos. Los costos de esa guerra y la pérdida de oportunidades de desarrollo para el país han sido incuantificables, dado que en esos lejanos parajes existe una gran riqueza minera sin explotar.

 Lo mismo que de lograrse la paz esos territorios se pueden incorporar a la agricultura, la ganadería y el desarrollo de bosques tropicales como los que se han ensayado con gran éxito en el Proyecto  Gaviotas, de Paolo Lugari. Es interesante destacar cómo desde su elevada jerarquía eclesiástica, el cardenal Salazar, presidente de la Conferencia Episcopal, recuerda  que: “Colombia ha sido un gran país que ha sido herido profundamente por el conflicto armado, esperamos que pueda ir sanando todas sus heridas, para que se pueda llegar a un país reconciliado, a un país verdaderamente de paz,  porque la paz no es solamente el fin del conflicto armado, sino que la paz, según San Agustín, es la tranquilidad del orden”.

Algo parecido planteaba  no hace mucho en unas declaraciones Lugari, que es uno de los que han explorado a fondo las posibilidades de la tierra en esas zonas periféricas: “Yo veo que en Colombia hay un gran potencial, que hay las condiciones humanas, geográficas y sociales para que el país salga adelante. Pero para eso se necesita un gran entusiasmo y una gran calidad humana y sobre todo una disposición a que tenemos que ver el país con un criterio de inclusión en donde todos quepan y donde esa inclusión sea tan inteligente que a pesar de tener heridas las pueda por lo menos curar, no importa no olvidar. Todo esto depende de la actitud sicológica y de la calidad humana de los habitantes de nuestro país”. Coincidencias, como esa entre uno de los hombres mejor informados de la Iglesia y un visionario del desarrollo sostenido y la defensa a ultranza del medio ambiente, invitan a un moderado optimismo. Ambos consideran que al reducir la miseria, combatir la injusticia, elevar las condiciones de vida de la población, propiciar la inclusión  y estimular el desarrollo con equidad, el país tendrá una paz cierta.