Reiteradamente la evidencia lo demuestra: lo que ocurre en la economía y la política de Brasil tiende a ser fundamental para América Latina y tiene un impacto notable en particular, en el área de influencia de esta nación.
Brasil, con más de 220 millones de habitantes constituye un atractivo mercado, tiene participación en el G-20, y contribuye con casi el 38% del total de producción de Latinoamérica.
El hecho que domina la dinámica actual electoral es la realización de comicios presidenciales para el próximo 2 de octubre. De requerirse una segunda ronda de votación, ésta se llevaría a cabo el 30 de ese mismo mes.
Todo indica que quien se posesione de la presidencia de Brasil en enero de 2023 será un político conocido. Las tendencias señalan que la primera magistratura de esa nación será disputada entre Ignacio Lula da Silva, representante más bien de la social democracia, a la izquierda, líder del Partido de los Trabajadores. Con 76 años de edad aspira a conseguir un tercer mandato al frente del Ejecutivo desde Planalto. Recuérdese que Lula gobernó desde el 1 de enero de 2003, hasta el 1 de enero de 2011.
Por otra parte estaría el actual presidente, el excapitán Jahir Messias Bolsonaro, quien trata de hacerse con la reelección. Con 66 años, el actual mandatario capitalizó la marea de nacional-populismo que recorre muchos países, incluyendo al hoy expresidente Donald Trump desde Estados Unidos. Similar a la imagen del líder estadounidense que imprime la connotación de premodernismo en su país, Bolsonaro ha reivindicado las posiciones del extremo conservador.
Ahora el actual mandatario debe sobrellevar el desgaste de sus acciones en el poder. En especial la errática política contra la pandemia del covid-19. A inicios de este febrero, Brasil reporta un acumulado de 630.000 fallecidos por el coronavirus, con 945 decesos para el día 2 de febrero, con un total de contagios que asciende a 25.8 millones en todo el país.
Por otra parte, a Lula le afectará -en lo positivo y negativo- el hecho de haber estado en la cárcel 580 días. Para unos fue una condena que, al no completarse, quedó frustrada, sin los alcances que “debía tener”. Para otros, la muestra de la corrupción de la justicia encarnada en el juez Moro, quien hizo parte del gabinete ministerial de Bolsonaro.
Las condiciones de polarización están servidas, para lo que se espera sea una larga y aciaga campaña de 10 meses. Tiempo suficiente para evidenciar que las pasiones corran constantes y las diatribas de descalificación dominen el discurso. Los aspirantes, saben que deben conectar con las grandes mayorías con el fin de asegurarse la marea humana que les pueda conferir la legitimidad para encabezar el poder Ejecutivo.
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Saben que muchos de los votos no serán propios. En efecto, muchos votantes por cada uno de los dos lo pueden muy bien hacer, no por las simpatías directas de un candidato, sino por los odios o animadversiones que provoque el contendiente. Es difícil cuantificar este voto castigo que se une al voto útil, pero habrá votos por Lula, por ejemplo, que se originen en tratar de bloquear a Bolsonaro del poder; y a la inversa también.
De momento, se insiste, a inicios de febrero del año electoral, que Lula parece imbatible. Parece inalcanzable en la medida que la economía -crecimiento, inflación y desempleo- le pasan factura al actual mandatario. Es cierto que el candidato del Partido de los Trabajadores (PT) puede despertar dudas y temores, pero cuenta a su favor el haber ejercido el poder. Eso indiscutiblemente será un elemento para tener en consideración.
Los resultados de tendencias de votación que se tienen, en particular por parte de la empresa Datafolha, señalan que, en segunda vuelta, Lula se impondría por margen de 60% a 40%. No obstante, nada está garantizado y pueden originarse sorpresas en todo este largo recorrido para la captación efectiva de los votos el 2 de octubre próximo.
A pesar del costo político que debe cargar Bolsonaro, es de subrayar que tiene un mercado cautivo, un caudal fijo de votos. De nuevo, es la escuela de Trump quien, en la última elección, así perdiendo y a pesar de todo, no deja de tener unos 75 millones de votos estadounidenses entre la cartuchera. El brasileño tendría como intransigentemente suyos un 28% o 30% de los votantes como caudal inamovible.
En medio de toda la dinámica, se reconoce que casi 20 millones de brasileños padecen de hambre crónica. Se trata del 9% de la población. Además, el ‘prontuario’ de Bolsonaro es extenso. Recuérdese el conjunto de memorables frases. Enfrentando el masivo impacto de muertes en la población señaló: “de algo tenía que morir”. O bien: “lo que debemos es dejar de ser un país de maricas”.
Se hacen evidentes los alcances conceptuales del personaje, pero eso mismo puede ser un atractivo, algo con lo cual se identifiquen individuos semejantes, todo dentro de la perspectiva del nacional-populismo ya mencionada.
Aunque existen tendencias bastante confirmadas, los dados están en el aire y lo intempestivo e imprevisto puede ocurrir. Febrilmente, las campañas políticas se moverán mostrando méritos propios, pero ante todo, tratando de encontrar escándalos y situaciones vergonzosas en los contrincantes. Esos condimentos pueden asegurar el voto de los poco informados.
Nótese que, especialmente en épocas de contiendas electorales, “la política es el arte del simulacro” como decía Mauricio Ponty. Además, es bastante improbable que un político demuestre coherencia entre planes de gobierno, promesas y logros. La historia es reiterativa presentándonos múltiples ilustraciones al respecto.
*Ph.D. University of Pittsburgh/Harvard. Profesor, Facultad de Administración de la Universidad del Rosario
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