La capa nívea que cubre la montaña poco a poco se transforma en una laguna de agua cristalina que refleja el azul del cielo y reinventa los tonos color turquesa. Esa imagen que cautiva a los visitantes de turno logra un contraste perfecto con el café de las rocas, cada vez más visibles entre el manto blanco.
Se trata de Charquini, el glaciar boliviano que forma parte de la Cordillera Real de los Andes y que poco a poco se derrite a causa de la crisis climática.
Desde inicios de 2021, la montaña y la laguna Esmeralda, a la que se llega tras una hora de caminata de ascenso, atrajeron a muchos bolivianos. Estos, impedidos de viajar a otros lados a causa de la pandemia de covid-19, llegaron a los pies de este glaciar, que está a 5340 metros sobre el nivel del mar (msnm).
Así y con el amplificado impacto de las redes sociales, Charquini, a tres horas de la ciudad de La Paz, la capital política boliviana, se posicionó como el punto focal del turismo.
La cita turística no solo significó la posibilidad de presenciar la majestuosa belleza montañosa, sino que también representó un encuentro con un cuerpo de hielo que se escurre ante los ojos de los visitantes. Además, fue otro factor para su derretimiento.
“Fue una irresponsabilidad lo que se vio en Charquini: un turismo completamente desordenado que sacó a relucir la indefensión de los glaciares en el país. El impacto en la montaña no sólo fue en el área de nieve sino en todo el conjunto periglaciar, incluyendo los bofedales que son el ecosistema de roca”, relata Carmen Capriles, especialista en cambio climático y activista del colectivo Reacción Climática.
Charquini llegó a recibir en los últimos meses en promedio de un millar de visitas diarias en fines de semana. Este boom turístico implicó una significativa afectación, según Capriles, debido a la basura que dejaron las personas y el pisoteado sin control a la zona periglaciar. Incluso ascendieron a la montaña vehículos 4×4 para evitar que la gente camine hasta la laguna.
El mismo destino de Chacaltaya
Hasta fines de los años 90, Chacaltaya era uno de los glaciares de la Cordillera Real más cercanos a la urbe paceña y ostentó, por varias décadas, la estación de esquí más alta del mundo (5400 msnm).
La montaña fue concurrida por locales y foráneos desde 1943, cuando se habilitó una pista en el corazón de los Andes. Pero, actualmente, de ello solo quedan recuerdos. Hace más de 10 años, la nieve en Chacaltaya desapareció por completo, lo que evidenció las afectaciones del calentamiento global a los glaciares.
Esa situación se suma a lo que ocurre con otros gigantes blancos de la Cordillera Real, como el Illimani o el Huayna Potosí. Según datos del Instituto Boliviano de la Montaña (IBM), a partir de 1980, el país perdió la mitad de sus glaciares.
El ingeniero hidráulico especializado en glaciología de la Universidad Mayor de San Andrés (Umsa), Edson Ramírez, explica que no es posible que Chacaltaya reviva, porque ya perdió su capacidad de transformar la nieve en hielo. Cree que lo mismo pasará con Charquini.
Ramírez monitorea Charquini desde 2003, cuando se detectó que este ya había perdido la mitad de la superficie que tenía en 1940.
Desde entonces se registró, en promedio, una pérdida de espesor de un metro cada año. Esto permite estimar que, hacia 2050 -si es que no ocurre antes-, Charquini se convertirá en otra víctima de un planeta cada vez más caliente.
“La última década es la más caliente de la que tenemos registro desde 1850 hasta ahora. 2020 se ubicó 1,2°C por encima del periodo de referencia”, expone la doctora en Ciencias de la Atmósfera de la argentina Universidad de Buenos Aires Inés Camilloni.
La especialista señala como causas al uso intensivo de combustibles fósiles, al cambio en el uso de suelo (por deforestación y crecimiento urbano) y las actividades intensivas agroganaderas.
¿Por qué se derriten?
El derretimiento de un glaciar no es un fenómeno local, se trata probablemente del indicador más claro de lo que sucede en el planeta. El aumento de la temperatura provoca la retracción de glaciares, pero también olas de calor, ascenso del nivel del mar, sequías e inundaciones. Todo eso se convierte en un boomerang que golpea a los ecosistemas que experimentan desórdenes tremendos.
Ramírez, quien estudia los glaciares bolivianos desde hace más de 30 años, explica el fenómeno como una sucesión de eventos interrelacionados que empieza en el océano, recorre el Amazonas y termina en la Cordillera de los Andes.
“Desde el océano Atlántico vienen unas masas húmedas atravesando la cada vez más degradada cuenca amazónica”, detalla. Toda esa humedad llega y se deposita en la Cordillera, dejando las partículas en suspensión de carbón, que aceleran el derretimiento de la nieve.
Por ello, la quema de la Amazonia o de la Chiquitania -en donde se arrasaron al menos 800 000 hectáreas en 2021- no solo es un infortunio local, sino un impacto que viaja miles de kilómetros y se deposita en las cumbres montañosas. Allí mancha la blancura de la nieve e impide a los glaciares rebotar la luz solar con la intensidad suficiente, lo que causa el escurrimiento.
Cuando un glaciar se derrite, deja de proporcionar el servicio ecosistémico que cumplía: acumular nieve y transformarla en hielo para luego devolverla en forma líquida a los ríos. Si la montaña pierde esa capacidad significa que, ante cada evento extremo, habrá un impacto mayor.
“Al no haber el amortiguamiento, la tormenta será más intensa y a la vez arrastrará el material erosionado de la propia roca”, advierte Ramírez.
Una de las evidencias del derretimiento es la formación de lagunas, ya sea a sus pies o incluso al medio de la montaña, que fungen como diques de agua. Como el escurrimiento es acelerado, puede ocurrir un colapso y provocar un desbordamiento repentino. Por tanto, puede haber inundaciones, pero también sequías posteriores, pues se pierde de fábricas naturales de agua.
Con el tiempo, en el caso del Charquini, los bofedales (humedales altoandinos) que están alrededor suyo sentirán las consecuencias de la falta de agua y, por tanto, se alterará ese ecosistema.
Johan Yugar, divulgador científico, explica que para que no continúe el detrimento de los glaciares tendría que bajar la temperatura de la Tierra, aunque, aclara que, al tratarse de un fenómeno acumulativo, “si mañana dejáramos de emitir dióxido de carbono, todavía tendríamos al menos unos 10 años de calentamiento global”.
Por eso, hay que empezar a tomar medidas pronto, tanto locales como globales. El primer paso local, propone Ramírez, es elaborar una ley de glaciares en Bolivia, que contemple el monitoreo sistemático de las montañas y los límites de las actividades permitidas.
“En el caso de Charquini, no se trata de prohibir rotundamente el turismo, sino de evaluar cómo sería la actividad con menor impacto”, aclara.
En América del Sur existen avances concretos en la protección de los glaciares. En el caso boliviano, si bien la Constitución de 2009 establece que el Estado, en todos sus niveles, debe proteger las montañas, no hay normativa que especifique, por ejemplo, qué actividades se pueden hacer sobre los glaciares y qué otras en las áreas circundantes de montaña. “Hemos visto, por ejemplo, que se saca el hielo para usar en los frigoríficos. Es realmente alarmante”, alerta Capriles.
Ramírez destaca que una normativa puntual ayudará a poner en el centro de la discusión el estado de los glaciares y, en el caso de Charquini, hará foco no sólo a su impresionante belleza, sino en el grito de auxilio ante el imparable derretimiento que atraviesa.
(Este artículo es parte de la Comunidad Planeta, proyecto periodístico liderado por Periodistas por el Planeta del que hace parte la agencia IPS)