A menudo, muchos levantamientos populares terminan como empezaron, en caos. Una situación típica, aunque no absoluta, que se ha repetido en diferentes países y regiones, y hoy tiene como buen exponente a Chile, donde muy pocos a esta altura apoyan las revueltas del 12 de octubre de 2019, cuando miles de ciudadanos salieron a protestar contra el sistema de salud, las pensiones, la educación y un modelo que decían que era injusto.
En octubre de 2019, Chile se encaminó hacia un proceso refundacional. Un grupo diverso de manifestantes pedía que se pusiera fin al modelo heredado de la dictadura de Augusto Pinochet. “No más AFP (Asociaciones de Fondo de Pensiones)”, gritaban unos. “Abajo las élites”, decía una pancarta.
Acorralado, el gobierno de Sebastián Piñera cedió y convocó a un proceso constituyente como mecanismo para satisfacer las necesidades civiles, políticas y económicas de los que marchaban. Fueron muchas las peticiones, pero al mismo tiempo todo terminó siendo una mezcla de reivindicaciones y de odios, de erosión del tejido social y de revancha, de tantas cosas que el levantamiento popular fue, entre muchas cosas, la oportunidad para que Gabriel Boric llegara al poder y, como muestran los resultados, poco hiciera para cambiar el estado de cosas que tanto criticaba.
Aversión
Cinco años después del día en que un grupo de estudiantes en Santiago decidió protestar por la subida de 30 pesos del pasaje del metro, muchos chilenos tienen una mala percepción del levantamiento popular de octubre de 2019. Es más, lo ven con muy malo ojos y creen que, por causa de él, Chile ha dejado de ser competitivo y enfrenta una crisis de confianza.
El Centro de Estudios Públicos (CEP), una encuestadora en Chile, acaba de publicar que sólo el 17 % de los chilenos encuestados afirma que el levantamiento popular de octubre de 2018 influyó positivamente en la sociedad chilena. En concreto el CEP preguntó: ¿Usted diría que el estallido social fue muy bueno, bueno, regular, malo o muy malo para el país? El 50 % respondió que fue “muy malo o malo”; un 30 % “regular” y un 17 % “muy bueno o bueno”.
Los chilenos dejaron de creer en que por vía de un levantamiento popular se podía cambiar el país. ¿Cómo se explica este cambio tan repentino? ¿Qué pasó con una sociedad que criticaba el viejo modelo y ahora, de cierto modo, lo añora, sin olvidar que necesita ajustes?
Estas preguntas se pueden hacer no sólo en Chile, sino en Colombia, Ecuador, Perú o Argentina, donde las sociedades también se han levantado contra gobiernos que se supone representan el establecimiento político y económico.
En el caso de Chile, algunas respuestas sobre este fenómeno de cambio de prioridades han empezado a conocerse. Un interesante informe del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en Chile dice que “no es que los chilenos rechacen las transformaciones profundas, sino que se inclinan porque sean graduales”.
Los líderes de las protestas llegaron al poder. Gabriel Boric y varios de sus cuadros, como la popular Camila Vallejo, se convirtieron en ministros y altos funcionarios, con el propósito de cambiar el “statu quo”. Propusieron una “constitución plurinacional”, con la que buscaban reconocer una serie de derechos civiles, políticos, sociales, económicos y étnicos.
Ese mismo pueblo que había votado por ellos en las presidenciales de 2020, terminó rechazando la iniciativa constituyente, y a partir de ahí el proyecto de los jóvenes socialistas chilenos en el poder se fue diluyendo, hasta convertirse en uno de los más impopulares de Suramérica.
Boric ha sido uno de los responsables de la antipatía actual de los chilenos con el levantamiento de 2019. También muchos ciudadanos se dieron cuenta de que el estilo de polarización continua que en un principio permitió la emergencia de los jóvenes socialistas en las calles y en la política, no terminó siendo la mejor forma o manera para conseguir ajustes al sistema.
“Hay muchas demandas que, sin lugar a duda, no están satisfechas. Pero existe una serie de indicadores que dejan ver a una ciudadanía que no estaría dispuesta a repetir el estallido social que, si bien contó con manifestaciones pacíficas, también tuvo hechos violentos. Aunque actualmente los derechos sociales no están resueltos y hay un pesimismo latente sobre el sistema político y económico, pareciera que la ciudadanía estaría buscando como solución a sus problemas un sistema político capaz de llegar a acuerdos”, dice Sebastián Izquierda, en charla con “El País” de España.
Revolucionarismo
Los chilenos han caído en cuenta que el modelo de los últimos 30 años no fue del todo malo, y que, por el contrario, ha tenido sus ventajas y debe ser protegido. Las marchas, los cantos en la Plaza Italia, fueron –no en todos los casos– gestos espontáneos de una sociedad que buscó el poder de la calle, pero no tenía claro, a ciencia cierta, qué era lo que iba a cambiar.
Después de rechazar dos textos constitucionales -uno de izquierda y otro de derecha-, Chile ha vuelto a su punto de partida, el de 2019 y antes, el de un modelo ajustable pero creíble en general. Esta posición, luego de cinco años, se adscribe a lo que el pensador conservador Roger Scruton describió como “el sentimiento de que las cosas buenas se destruyen fácilmente, pero no se crean fácilmente”.
En un análisis en la revista “Americas Quaterly”, el analista Robert Funk, profesor asociado de Ciencia Política en la Universidad de Chile, escribe que “la Historia puede proporcionarnos modelos para comprenderlo. Pero quizá la lección de la Revolución Francesa no sea que las revoluciones se vuelven inevitablemente contra sí mismas, sino que se convierten en procesos de resultado incierto”.
El resultado del levantamiento popular chileno de 2019 no sólo ha sido incierto, sino que ha generado el efecto contrario al propuesto: la defensa del modelo anterior.
*Analista y consultor. MPhil en Universidad de Oxford.