MANGO Landing se encuentra en plena selva del Esequibo, lejos de la acalorada pugna entre Venezuela y Guyana por este territorio. En este pueblo aislado, donde todo es caro y el principal sustento, la minería, está menguando, la mayor preocupación es sobrevivir.
Guyaneses, venezolanos, brasileños e indígenas viven en este poblado de unas 100 personas, también bautizada "Mangolandia". "Convivimos todos bien, sin problema", dice Doriely García, una cocinera venezolana de 30 años cuya pareja es un guyanés de origen indígena.
Venezuela reclama desde hace más de un siglo soberanía sobre este territorio de 160.000 km2. Pero su reclamo se intensificó tras el descubrimiento de vastas reservas de petróleo en esta región en 2015, al punto que en los últimos días despertó temores de un posible conflicto.
"Los políticos hacen lo suyo y nosotros pagamos los platos rotos", afirma Robinson Flores, venezolano de 52 años que vive desde hace ocho en "Mangolandia", a pasos de Venezuela y frente a las aguas fangosas del río fronterizo Wenamu. Para llegar desde Georgetown, la capital guyanesa, se necesitan varios días en barco.
Los presidentes de Guyana, Irfaan Ali, y Venezuela, Nicolás Maduro, se reunieron el 15 de diciembre en una cumbre que ayudó a aliviar la presión, con el compromiso de no utilizar la fuerza, pero no resolvió la centenaria disputa.
Venezuela sostiene que el río Esequibo debe ser la frontera natural, como lo era en 1777 durante el imperio español. Guyana argumenta que la frontera actual, que data de la época colonial británica, fue ratificada en 1899 por un tribunal de arbitraje de París.
Mango Landing está controlado por una comisaría de la policía guyanesa que fue reforzada hace varias semanas con soldados.
Algunas partes de "Mangolandia" dan la impresión de un pueblo fantasma. Muchas casas de madera están abandonadas, con los tejados rotos, y una exuberante vegetación se apodera de ellas.
"Aquí sobrevivimos con lo que tenemos", resume Flores, que tiene en su pantorrilla izquierda un corte de machete cubierto con una venda hecha con "vinagre, crema antihongos, papel" y cinta adhesiva.
En este lejano oeste de Guyana, como en Estados Unidos en tiempos lejanos, la fiebre del oro ha desplazado poblaciones. Los mineros no lo ven rentable al sopesar el elevado costo de vida con lo que se extrae. Y muchos se dan por vencidos.
En pocos años, Mango Landing pasó de 400 o 500 habitantes a un centenar, la mayoría de ellos venezolanos.
La escasez de oro es la principal causa del éxodo, y la "crisis de Venezuela fue transportada hasta aquí. Los precios se dispararon", apunta Flores. "Todo lo que llega aquí, llega por Venezuela: alimentos, gasolina, medicinas, ropa".
"¡Poco importa!"
Desde el inicio de la crisis diplomática, el precio de la gasolina se ha duplicado o incluso triplicado, de dos dólares el litro a seis. Una lata de atún cuesta cinco dólares, una Coca-Cola más de siete.
Todo aumenta por la constante extorsión a la que son sometidos los pobladores. "Antes, le pagábamos a los soldados venezolanos y a los sindicatos (grupos criminales), luego a la policía aquí. Ahora hay más puestos militares, piden más dinero", explica un minero venezolano.
"Hasta ahora todo estaba bien, pero ahora todo es demasiado caro”, afirma Cindy Francis, una guyanesa de 33 años casada con un minero.
¿El Esequibo es venezolano o guyanés? "¡Poco importa!", responde la mujer. "Tenemos que pensar en ganarnos la vida sin ayuda de los gobiernos. Así que eso no cambia nada", añade, sentada en su casa cerca de un retrato del presidente Irfaan Ali.
Asegura saludar tanto a los soldados guyaneses como a los venezolanos que pasan cerca de su hogar.
En las tres o cuatro calles de tierra que conforman este pueblo abunda la publicidad de bebidas alcohólicas. Los bares están abarrotados de botellas a la espera de algún cliente. Cerca de allí, dice un vecino, está el sitio en el que trabajan las prostitutas de noche, fundamental en un pueblo minero.
"Mucho trabajo, sin distracciones. Venimos aquí a beber, a divertirnos, a escuchar música", dice la persona, mientras comerciantes resaltan la necesidad de que mejoren las condiciones de vida para la zona.
Milton Shaomeer Ali, de 64 años, tuvo "un cliente esta mañana, el anterior hace dos días" en su ruinoso comercio. Pide "buenas relaciones políticas y económicas con Venezuela".
Lionel Coro solo quiere "trabajar tranquilamente". Este venezolano de 30 años se gana la vida transportando en mula petróleo, diésel y comida por 100 dólares los 100 kg.
"Aquí vivimos mucho mejor que en Venezuela. Como bien, mi situación es estable. Si hay un problema (con el Esequibo), perderemos todos, los venezolanos y los guyaneses".
“Esto es Guyana”
A kilómetros de allí está el pequeño pueblo de Arau, a los pies de una inmensa formación rocosa conocida como Tepuy Pakaramba y en el corazón del rico territorio Esequibo que está en disputa.
"Esto es Guyana", dice Jacklyn Peters, una enfermera de 39 años y habitante de Arau, donde viven unas 280 personas en casas de madera y a menos de 10 km de la frontera con Venezuela.
"En esta montaña está nuestra bandera. Cada mañana la miramos y nos sentimos felices y orgullosos", añade Peters, que es madre de seis niños. "Fue el propio presidente (Irfaan Ali) que la plantó ahí para demostrar que todos pertenecemos a Guyana".
Lo hizo a finales de noviembre en medio del aumento de las tensiones entre Venezuela y Guyana por el diferendo de este territorio de 160.000 km2 con vastas reservas de petróleo. Ali llegó en helicóptero a este tepuy de 2.300 metros y acompañó a oficiales en el izado de la "Punta de la flecha dorada" y luego, mano en el pecho, recitó el "Juramento de lealtad" nacional.
En el pueblo hay una austera iglesia adventista blanca, sin esculturas ni pinturas, y una escuela con una bandera guyanesa a media asta en señal de luto por la muerte de cinco soldados en un accidente de helicóptero a principios de mes.
Casas de madera sobre pilotes, anacardos y hamacas por todas partes: en una, un padre duerme con su hija; en otra, cuatro niños juegan con teléfonos móviles.
"Tenemos miedo, estamos aterrorizados. Los soldados (venezolanos) nos maltratan impidiéndonos transitar por el río (fronterizo Cuyuni). No queremos guerra. Hay niños, mujeres embarazadas", añade preocupada esta enfermera que habla en inglés y no español.
"Aquí está la tierra de los Akawaio. Fue antes de la llegada de los españoles, desde tiempos inmemoriales. Para nosotros no hay fronteras, pero ahora con la política sí la hay", dice Thomas Devroy, de 59 años, exjefe de la comunidad.
"Damos la bienvenida a los venezolanos", sigue Devroy. "Somos hermanos en ambos lados de la frontera. Estamos tristes por ellos. Están huyendo de su país. Pero no queremos a Maduro, corrupción, pobreza. ¿Cómo puede pretender gobernar aquí?".
Una vida cara
No es que Arau viva precisamente en riqueza. Mientras sus habitantes esperan por la bonanza petrolera, viven del lavado de oro y de la agricultura de "supervivencia", explica Lindon Cheong, un descendiente chino de 53 años, al mostrar la casa que se "construyó con sus propias manos".
"Mira cómo vivimos. No hay carreteras. En el comedor de la escuela, hay carne en la primera semana del mes, pero luego ¡es arroz blanco!", protesta Cheong, que llegó a Arau hace 17 años y tiene cinco hijos.
Desde septiembre, los militares venezolanos también piden un diezmo a los barcos que abastecen al pueblo a través del Cuyuni y los precios se han disparado. Una botella de Coca-Cola, por ejemplo, cuesta 10 dólares estadounidenses y la gasolina pasó de 10 dólares por cinco galones (19 litros) a 350 dólares.
"Estamos luchando por vivir", dice Cheong, que también instaló una pancarta guyanesa en su jardín. "Maduro puede hacer lo que quiera. Pero aquí es la bandera de Guyana. La de Venezuela nunca ondeará en Arau”.