Giovanni E. Reyes Ortiz *
Es evidente que los desastres naturales están a la orden del día en Latinoamérica y el Caribe. Un indicador totalmente fresco da cuenta de que entre enero y septiembre de 2024 se han reportado no menos de 50.000 incendios de todos los tamaños en la región. En estas horas, la capital ecuatoriana, Quito, está cercada por conflagraciones. Datos específicos para la cuenca del Amazonas establecen que se está enfrentando la peor sequía en los pasados 120 años.
Y por supuesto a estas condiciones deben agregarse los efectos muchas veces no superados que dejó el covid-19 en 2020 y 2021. Estas circunstancias traen aparejadas medidas de coyuntura, de emergencia, pero también cambios que serán persistentes. Alteraciones que afectarán, incluso, componentes estructurales en países y sociedades.
Esto es particularmente importante, porque copados por estas emergencias −a veces desvalidos, confundidos o perturbados, como nos sentimos− podemos dejar de percatarnos acerca de cambios y peligros que podemos enfrentar a más largo plazo. Los incendios pueden tener raíces estructurales.
El punto a resaltar en esta nota es el riesgo que se corre desde hace un tiempo considerable respecto a la crisis del entramado institucional en Latinoamérica. Ahora esas condiciones y factores aparecen como más erosionados. En este sentido existe la tendencia a reconocer que en tiempos de aturdimiento y presiones tan insospechadas como inmediatas, los discursos sociales del odio, de señalamientos grupales y del inculpar al “otro” sin remilgos ni descensos, se van haciendo moneda de uso habitual. Y a ello hay que agregar las mentiras y las tergiversaciones, los “contenidos” de las redes, sin filtro.
La diferencia
Ciertamente no es lo mismo enfrentar los desastres en países como Francia, Alemania, Italia o los países nórdicos, que tenerlo que hacer al frente de sociedades bastante disfuncionales en la región, tal es el caso de Haití, Venezuela, Nicaragua, Guatemala, Honduras, Guyana o Bolivia.
Uno de los rasgos más sorprendentes ahora es que en la región latinoamericana, de nuevo, se ponen de manifiesto dos grandes grupos de países entre los más funcionales y los de menor inclusión e integración social. En el primero, los de mostrar, son Uruguay, Chile, Costa Rica y hasta cierto punto Trinidad y Tobago.
Argentina ha formado parte de este grupo, pero los problemas últimos, ese vivir en crisis casi constante de la economía, hace que su posición no sea consistente en el grupo puntero. Tan solo ahora, al filo de estar redactando esta nota, el Ejecutivo de Milei espera que los dramáticos costos económicos y sociales del país puedan rendir sus frutos. Se trata de una apuesta vigente, pero también se reporta un alza de 10% de población en pobreza.
Retomando el tema de los grupos de países latinoamericanos más y menos funcionales, lamentablemente los más vulnerables son los señalados arriba. Encabezados evidentemente por Haití y Venezuela. Ante una situación de desespero como la que debe enfrentar ahora, en particular la población latinoamericana que vive del día a día, amplios sectores empresariales se ven especialmente perjudicados, afectando así, aún más, la dinámica de integración social de la región.
Es evidente. Las empresas, además de la competitividad y del desempeño interno, dependen de la demanda, esta a su vez depende del ingreso, el ingreso del empleo, y este último −cerrando el círculo− está ligado al desempeño de la urdimbre empresarial. En especial de mercados de la economía real, la que tiene que ver con la producción de bienes, servicios y generación de oportunidades −vía emprendimiento, innovación y puestos de trabajo−.
“Sálvese quien pueda”
Ante muchos desastres –ciclones y huracanes incluidos− tanto las personas como los grupos sociales tienen la tendencia al “sálvese quien pueda.” Es la tentación de resolver en lo inmediato. Sin embargo, es claro que ha sido la solidaridad, la disciplina y el desempeño incluyente y a largo plazo de las instituciones lo que ha hecho posible que, unos países más que otros, vayan superando esta situación de turbulencia que debemos enfrentar.
De allí que resulte desalentador que, en varias naciones, en lugar de trabajar en pro del fortalecimiento del entramado institucional, hacerlo más efectivo −eficiente con los recursos y eficaz en su entrega de resultados−, en lugar de mejorar esta condición social de inclusión, se camine en vía contraria.
Relacionado con esto de las amenazas palpables a las instituciones vigentes, allí está la dirigencia desde Washington debatiéndose con todas sus consignas: muchas veces tan fáciles de repetir como alejadas de soluciones permanentes.
Otro tanto puede decirse de Daniel Ortega y sus seguidores que, al parecer, no se han percatado de las serias amenazas que traen los sistemas de Economía de Escasez Permanente (EEP). No se toman medidas ante un tsunami que puede volver a emerger, avanzando indiscriminadamente. Que ya ha sido avasallante y devastador en otras latitudes.
Se dirá que muchas personas mueren por cigarrillo, infartos o cáncer. Cierto. Con otras causas y repercusiones, las circunstancias difieren. No obstante, si seguimos por esa vía, entonces podríamos tener la garantía de las superficialidades: males generalizados no sustentan los específicos, así como errores de muchos, no justifican los propios.
El compromiso por fortalecer la economía es válido. Se trata de proteger la vida, de forjar consensos, de establecer planes secuenciales con base en decisiones corroboradas mediante evaluaciones recurrentes. Se trata de superar las crisis −incendios, enfermedades, pobreza− con mayor fortaleza institucional, se trata de una eficiente y efectiva inclusión e integración social en los países.
Ph.D. University of Pittsburgh/Harvard. Profesor, Facultad de Administración de la Universidad del Rosario.
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