El valor de la palabra | El Nuevo Siglo
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Viernes, 11 de Octubre de 2019

Cuando los candidatos o cualquiera de nosotros dice que promete hacer algo no solo estamos manifestando esa intención, sino que esa intención es ya una acción. Nueva entrega de la alianza entre EL NUEVO SIGLO y la Procuraduría General

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Por María Camila Gallego Ortiz

Especial para EL NUEVO SIGLO

El próximo 27 de octubre los colombianos volvemos a las urnas. Esta vez para elegir a aquellos ciudadanos que quieren representar nuestros intereses a nivel local. Llevamos ya unas cuantas semanas escuchándolos, viéndolos, leyéndolos. Pero al parecer muy pocos están convencidos, de verdad, por quién votar. Las razones pueden ser distintas. Unos por desinformación, otros por poco interés. Sin embargo, considero que muchos, dentro de los cuales me incluyo, no nos decidimos porque ya no creemos en lo que dicen y prometen nuestros candidatos. Esto es, tal vez, porque en esta sociedad colombiana la palabra ha perdido su valor. No solo no creemos ni confiamos en lo que los candidatos nos comunican, sino que dudamos constantemente de lo que dicen las redes sociales, los medios de comunicación, la opinión pública e, incluso, nuestros más allegados. ¿Qué hay en nuestra sociedad que permita esto? ¿Por qué no le damos el verdadero valor a nuestras palabras? ¿Por qué nos tomamos tan a la ligera lo que decimos, lo que prometemos?

Recuerdo que en mi universidad teníamos una clase que se llamaba Expresión y Comunicación, cuyo libro guía se titulaba El Valor de la Palabra. Su principal objetivo era mostrarnos la importancia del cuidado en el uso del lenguaje tanto escrito como oral. Las clases me parecían extremadamente aburridas, una pérdida de tiempo. No era culpa del profesor, era simplemente rebeldía adolescente. Ahora, pasados unos años, me doy cuenta de que esa asignatura no fue en vano, y mucho menos una pérdida de tiempo. Soy yo la que hoy en día insisto a mis alumnos en el cuidado del lenguaje.

¿Por qué esta insistencia? ¿Por qué debemos valorar la palabra? Una primera respuesta a estas preguntas radica en que el lenguaje es constitutivo del ser humano. Esta idea es tan antigua como nueva. Ya Aristóteles decía que el ser humano es el animal que tiene logos, que tiene palabra. El lenguaje es una de las propiedades que nos distingue del resto de los animales. Este es el que nos permite estar en el mundo y formar nuestro mundo. No es algo trivial o accidental, sin lo cual podríamos tener una vida verdaderamente humana. Sin lenguaje estaríamos condenados a un solipsismo, a un no relacionarse con los otros, a estar sin otros. En definitiva, el lenguaje es condición necesaria para poder ser un ser político, un ser social.

Rol performativo

Una segunda respuesta tiene que ver con que el lenguaje no es solamente descriptivo, sino también performativo o realizativo ¿Qué quiere decir esto? Las palabras que decimos o escribimos no solo describen nuestra aprehensión de la realidad. El lenguaje también cambia el mundo, lo realiza. Verbos como jurar o prometer no son simplemente descripciones de nuestras acciones. Sino que cuando alguien dice que jura o promete está expresando que va a realizar o está realizando una acción, y esto no se puede concebir como un mero decir algo. Estas palabras requieren que quien las diga tenga una intención de realizar eso que dice y de luego realmente llevarlo a cabo. Las palabras dichas o escritas son solo meros signos de esa intención interna y espiritual con la cual estamos queriendo cambiar el mundo. Cuando los candidatos o cualquiera de nosotros dice que promete hacer algo (por ejemplo, consturir un metro, o hacer x o y obras, o llamar a un amigo, etc.) no solo estamos manifestando esa intención, sino que esa intención es ya una acción que pretende cambiar el mundo y que debe tener un valor.

En Colombia,  -no sé si esto pase en otras sociedades-, nos tomamos el lenguaje, lo que decimos, lo que prometemos, lo que juramos, muy a la ligera y esto tal vez es la razón por la cual ya no le creemos a nadie. Lo preocupante del asunto es que esto ya ha permeado todas las esferas de nuestra sociedad, tanto la privada como la pública. De ahí este absolutismo de la desconfianza. Sabemos que si alguien dice que va ha llegar a las 3:00 en punto, es que va a llegar 10 minutos después. Reconocemos que si decimos “Te tengo que ir a visitar” es simplemente una cortesía, son buenos modales. De igual forma pasa con los políticos. Todos prometen y juran, para conseguir votos, para generar la apariencia de que quieren ayudar, pero muy pocos lo llevan a cabo.

Consecuencias

Pero mucho más preocupante de esta desconfianza en lo que decimos es que sus efectos no son simplemente una cuestión de no creer en los otros. Sino que tiene consecuencias también en la ética pública. En primer lugar, se atenta contra el mismo tejido social. De nuevo, otro filósofo ya lo había dicho. Kant, argumentando sobre el imperativo categórico, ponía el ejemplo de aquel que promete algo, pero sabe que no puede cumplir eso que prometió. Si esto se volviera ley universal, entonces ya nadie confiaría en las promesas. Todas las promesas tanto implícitas como explícitas -prometo que educaré a tu hijo de tal forma, prometo llevarte la mercancía a tal hora, prometo amarte toda la vida- dejarían de tener sentido y lo que nos conforma como sociedad se desvanecería. Y, en segundo lugar, la pérdida del valor de la palabra promueve que la mentira y el engaño no nos importe mucho; y de ahí, intuyo, se permita que la corrupción florezca en todo su esplendor. No estoy afirmando que esta sea la única causa de este mal, pero sí creo que tiene mucho que ver, por lo menos, está en el inicio de todo este fenómeno. Y esto es porque al no ser conscientes de la importancia de lo que decimos y no cumplir las promesas estamos desconociendo lo performativo del lenguaje y esto hace que podamos jugar con él y asumamos una actitud de indiferencia frente a si aquello que decimos es verdadero, falso, beneficioso o dañino para los otros.

Tenemos que volver a valorar la palabra y ser concientes de la importancia de lo que decimos y escribimos. Esto, aunque suene a frase de cajón, empieza con cada uno de nosotros. Tenemos que volver a valorar las palabras que le decimos a nuestros hijos, a nuestros familiares, a nuestros amigos y conciudadanos. Así, podremos ir recuperando la confianza poco a poco en que lo que nos dicen y prometen los otros. Esa es la gran revolución de las pequeñas acciones.