Diluvio de hollín | El Nuevo Siglo
Sábado, 9 de Marzo de 2019

Quienes por circunstancias de la vida hemos tenido la grata fortuna de haber vivido en ciudades como New York o Madrid, añoramos con cierta nostalgia la planificada organización que en ellas tiene el transporte público y su gran contribución el bienestar colectivo. Un riguroso desplazamiento en verticales a través de la isla de Manhattan le permite al pasajero cubrir una gran distancia en un tiempo prudencial. Igual acontece en la capital española, en donde circuitos muy bien definidos te permiten con gran rapidez el traslado del centro a la periferia. Pero lo importante es que todos estos empeños se realizan en forma muy ordenada, con grandes ahorros de energía tanto personal como vehicular.
En Bogotá, ocurre todo lo contrario. Fuera de ser una ciudad de por sí bastante complicada y hostil, la utilización del transporte nos deja al final del día una gran frustración y un gran desgaste de adrenalina. Salir a la calle y tratar de utilizar los colectivos, sean de color que sean, es una aventura no solo frustrante sino chocante y bastante peligrosa. Es una ciudad en donde, con bastante frecuencia, vemos a la misma policía de tránsito llevarle sistemáticamente la contraria a  los semáforos. Esto sin tener en consideración el infierno que significa tratar de interpretar señales contradictorias y rutas indescifrables.
Comencemos por los llamados buses azules que, aparentemente son nuevos, pero uno descubre rápidamente que lo único que se hecho es pintarle la chatarra. Recorren las vías al máximo de velocidad, teniendo al volante a un energúmeno sobreviviente de la famosa "guerra del centavo". Van semivacíos porque, como es lógico, no paran en la mayoría de sus paraderos. Y tratan al pasajero como si fuera bultos. Abusan de sus frenos de aire y los pobres usuarios hacen cursos acelerados de malabaristas. Sus rutas son un enigma porque la mayoría de ellas están mal programadas.
Todo esto sin contar con que los pulmones del pobre de marras tienen que aguantarse en su recorrido respirar todo el nocivo hollín que emanan, por su vejez, tanto los articulados como las busetas que ya debían haber sido chatarrizadas. EL NUEVO SIGLO dio a conocer sendos estudios de la Nacional y de la Salle que demuestran el envenenamiento colectivo que se está llevando a cabo en la capital por cuenta de un parque automotor obsoleto y que debiera estar fuera de servicio desde hace una década. Es una criminal "autocontaminación" mucho mayor que
la que una persona normal podría procesar en veinticuatro horas.

Culpa bien grande le cae a las administraciones de la izquierda que nada hicieron al respecto los últimos años.
La única esperanza es confiar a que a mediados de este año comiencen a operar los nuevos buses eléctricos. Desde luego podemos estar seguros que toda esta chatarra rodante seguirá "prestando sus servicios", porque está sirviendo a una mafia a la que poco le importa el bienestar citadino. Lo sufridos bogotanos seguiremos tragando hollín hasta nueva orden. Y se perderá el tiempo tapando huecos porque todos estos dinosaurios mecánicos volverán a abrirlos...