Las obras del artista consiguen revelar que la música está mucho más presente en su obra que la de cualquiera de sus colegas.
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Desde Epifanio Garay en el siglo XIX, David Manzur ha sido el único pintor colombiano que entiende la música en toda su dimensión, física y metafísica.
En su obra parece palpitar el pensamiento de Schopenhauer en “El mundo como representación y voluntad”: el filósofo alemán determinó que esta era, de las artes, “la única capaz de pasar por encima de las ideas” y la que podría “subsistir aunque el mundo no existiera en absoluto».
La música, en todas sus manifestaciones y expresiones, lo acompaña desde siempre. En realidad lo obsesiona. A punto de que difícilmente podría enfrentar el lienzo si el espacio de su taller no estuviera inundado de sonido. Porque lo acompaña y seguramente lo inspira.
También le interesa como fenómeno científico. Debe ser, de los melómanos colombianos uno de los que más sabe de sonido y también de imagen, porque la ópera y el ballet, a más del cine y el teatro, no escapan a sus afectos.
Su casa nunca estará completa si no alberga en su interior un teatro. En eso sí se parece a los hombres del renacimiento, pero no para presumir, sino para compartir con sus amigos la belleza de una representación en la Scala o en la Ópera de París.
Sí. De todos es el único que ha logrado llenar su obra de música. Es verdad que Ramírez Villamizar adoraba a Bach y hasta construyó en metal una “Catedral” para oírlo. Hay cuadros de Fernando Botero donde los personajes bailan, hasta aparecen los músicos y en Italia hizo la escenografía para un ”Elíxir de amor” de Donizetti. Pero, no como Manzur. Que decía el pasado sábado en el Auditorio del Mambo en un conversatorio con el napolitano Eugenio Viola, curador de la Exposición, que es el ánimo mismo el que determina como se mueve la mano del artista, eso que en música se llama “ritmo” y, expresivo como es, dejó aletear los brazos para expresarlo como si de una melodía se tratara.
Hay mucho de eso en “El oficio de pintar”, que exhibe en el Mambo. Cada quien lo verá a su manera. Desde luego. Pero me resulta inevitable no ver la exposición desde la música.
Desde la música en muchas de sus facetas. Porque si no se equivocaban los “Impresionistas”, y hablo de músicos y pintores, el “Dibujo” es la “Melodía” y qué buen dibujante es, un verdadero calígrafo del dibujo, la línea inunda el papel con maestría, con sensualidad, a veces con erotismo y voluptuosidad, pero sin ceder a la tentación de un «Virtuosismo» que desvirtúe la esencia de eso que quiere decir.
Con la pintura las cosas pasan a otra dimensión. Como en la música, siempre la música, hay muchas lecturas. Al menos eso creo.
En primer término, es evidente que aflora en sus cuadros, bellamente colgados en el Mambo, el conocimiento del “Cine”, de la “Ópera”, del “Ballet”, del “Teatro”; sin duda en ellos está presente la “Puesta en escena”, que no es superficial, sino su manera teatral de sublimar el contenido. Pero no se queda ahí. Porque lo preocupa el aire, la atmósfera, bien sea en la superposición de los planos, como si de una orquestación se tratara, de las transparencias o del aire mismo. También la luz, tan teatral, que en sus propias palabras le llega desde los recuerdos de los «atardeceres dorados de la costa africana», recuerdos que determinan su paleta, eso se llama “Armonía”, la combinación de los sonido, que son esencialmente colores que, volviendo a Schopenhauer, conmueven el alma sin saber exactamente porqué.
Bueno, lo que sí es evidente es que a veces la música misma se materializa y salen los instrumentos, esos laúdes que parecen encerrar el eco de “Armónicos” y “Simpáticos”. Hasta en sus caballos, que tienen el recuerdo de ese ejemplar blanco, fabuloso, que trajo Salvador Távora hace unos años a Bogotá, que irrumpió en el escenario del Teatro Municipal de Bogotá con la música de “Carmen” de Bizet y que hizo llevar a su estudio para contemplarlo, para estudiarlo y retratarlo, porque en sus caballos palpita la “Carmen” de Bizet, el “Capricho español” de Rimski-Korsakov, el “Bolero” del “Lago” de Tchaikovsky, seguramente también “España” de Chabrier.
El oficio de pintar más que una exposición es una experiencia. También una especie de declaración del artista, que con legítima sencillez entiende que su obra inexorablemente debe tender lazos invisibles con el espectador para tener razón de ser.
Contemplar sus cuadros en los salones del Mambo trasciende los terrenos mismos de la estética y la admiración por algo que es bello y también impecable.
No en vano David Manzur se niega a tomar el pincel, o el lápiz, si su estudio no está inundado de música. Los sonidos se quedan atrapados en los pigmentos microscópicos del lienzo, o del papel. Es el misterio del arte
De las paredes del Mambo cuelgan “Arias”, “Suites”, “Óperas”, “Ballets” y “Sinfonías”. Así es.