Se afirma que los acuerdos suscritos con las Farc constituyen en conjunto la formulación de una nueva Colombia. El acuerdo en el tema agrario hace énfasis en la formalización de la tenencia de la tierra. Deja, sin embargo, el sabor de buscar el regreso a un contexto agropecuario que no es el actual: el de minifundios desligados en su proyección de un entorno global bien distinto del imperante hace sólo dos o tres décadas.
Puede decirse que la caída en la participación de 16.5 por ciento en 1990 a 5.5% en 2015 del renglón agropecuario en el PIB es reflejo de la propia aproximación institucional a los retos estructurales enormes que plantea el sector rural. Donde predominan debilidad institucional, bajas productividades, retraso tecnológico, deficiencias de infraestructura, cadenas productivas altamente imperfectas, baja inversión privada y un rubro irrisorio de investigación y desarrollo.
Pero si estas condiciones adversas fueran pocas, el soporte gubernamental al sector ha fluido por canales inapropiados. Según el Estimativo de Soporte al Productor, indicador introducido por la OCDE para cuantificar el valor monetario de transferencias brutas de consumidores y contribuyentes en soporte de la agricultura, entre 2011 y 2013 tuvo un promedio de 19 por ciento, bajo de acuerdo con parámetros internacionales. Y de este mecanismo de soporte, 81 por ciento fue generado por apoyos a precios de mercado, la peor forma de ayuda por cuanto afecta negativamente producción, distorsiona mercados y sólo parcialmente incrementa ingresos a productores.
Colombia sigue atada a mecanismos obsoletos de bandas para mitigar fluctuaciones en precios internacionales en numerosos productos. Transferencias presupuestarias, así mismo, de nuevo en vigor desde los inicios de la administración Santos, llegaron en 2014 a casi 20 por ciento del ESP. Pagos basados en producción, especialmente en café, y uso variable de insumos, añaden su cuota a la ineficiencia.
Colombia no podría regresar en busca del tiempo perdido sin que se desencadenaran consecuencias funestas. El sector agropecuario requiere de un nuevo Plan Colombia, un genuino Plan Marshall, cuyos objetivos deben ser más grandes que una simple regularización de la tenencia. Locura clara sería creer que se trata de volver al mundo pasado de la huerta casera y las tres vacas lecheras basadas en un título limpio de propiedad.
La inversión debe ir fundamentalmente a la infraestructura de transporte –donde se ha centrado la actividad muy importante del vicepresidente Vargas-, gerencia racional del manejo de fuentes y distribución de recursos hídricos, sistemas de información y –ante todo- educación para el sector rural. El déficit y las carencias son gigantescos en esta área.
Es posible generar economías de escala cuando los productores medianos y pequeños cuentan con los ingredientes señalados y la presencia de planes indicativos de gobiernos, como se viene demostrando en China e India. Por esta razón será urgente refocalizar esfuerzos en inversiones en verdad estratégicas, que vinculen a miles de productores y distribuidores. Y acometer simultáneamente la financiación de obras mayores de irrigación.
La capacidad de absorción de innovación tecnológica para el pequeño productor es cero en Colombia. La competitividad exportadora ha caído en forma sistemática, incluso para empresas agroindustriales que en los últimos seis años se han topado con una dirección torpe y espasmódica del sector.
El acuerdo agrario suscrito en La Habana es una colección de retórica anticuada de la década del 60, con los consabidos dejos de canción marxista liquidada. Son necesarias actualizaciones catastrales y saneamiento de títulos. No obstante, nada se habrá ganado sin la presencia activa de un Estado que reevalúe y reconstruya el marco de acción para los agricultores, en el cual integración, competencia e innovación sean los principios norte. En el entendido de que se trata de agricultura para este siglo, no para el XIX.