Era tarde y él aún estaba en la calle, trabajando. El afán de los transeúntes contrastaba con la cadencia melancólica de su saxofón. Al lado del estuche estaba Erre, su perro enorme. Al otro costado, su vieja bicicleta panadera; iluminada para la ocasión.
Tocó ‘Noche de paz’ y sus notas lo llevaron a las calles polvorientas de los pueblos masacrados; entonces, volvió a arrepentirse. Terminó la pieza, pero nadie lo notó; no recibió un sólo aplauso. ‘La gente en la calle es tan indiferente como en la vida misma’, pensó. Recogió las monedas, dejó a Erre con la bicicleta y entró apurado a la tienda; era el último cliente.
Salió, se puso el casco encima del gorro, amarró a la parrilla la bolsa con las compras, se terció el saxofón, acomodó a Erre en la cesta delantera y arrancó. Tardó dos horas en atravesar la ciudad. Llevaba veinte años haciendo ese trayecto, desde cuando llegó huyendo y tuvo que instalarse en la última loma del barrio más lejano. Aunque ya estaba canoso y no tenía la agilidad de cuando combatía, seguía siendo un hombre fornido y corpulento; ni el peso de la carga, ni la distancia representaban problema alguno para él.
Dejó la avenida y subió la cuesta entre las entrañas de su barrio. La gente estaba en la calle; se oían risas, algunos cuidaban el sancocho y animaban el fuego, otros brindaban y bailaban. A su paso, desataba una oleada de saludos que parecían fundirse con la estela luminosa de su bicicleta. ‘Cómo han cambiado las cosas’, pensó. Finalmente, los vecinos habían aprendido a confiar en él; además, respetaban su soledad y su silencio.
Aunque las circunstancias eran distintas y venían de sitios muy distantes, eran los mismos; sobrevivientes de mil guerras, todas ajenas, todas perdidas. La pobreza y la nostalgia de otra vida eran las mismas para todos. Evocó su infancia junto al mar, la banda del pueblo, el profesor de saxofón y aquel día en que lo subieron a la fuerza en el camión. Recordó el campamento, los entrenamientos, su fusil, el primer combate y la pesadilla que vivió, día tras día, entre la muerte. Recordó también cuando escapó, quince años después.
Ya en la cima, a unas pocas cuadras de su pensión, bajó de la bicicleta; Erre también. Se secó el sudor, se limpió las botas y aseguró el pantalón dentro de ellas. Se abotonó hasta arriba la chaqueta, la ajustó con el cinturón y se volvió a terciar el saxofón. Soltó la bolsa de tela que estaba en la parrilla, se la echó al hombro y volvió a pedalear mientras hacía sonar la campanilla.
Erre se adelantó y provocó la algarabía de los niños. Ladraba, batía la cola alegremente y revoloteaba alrededor de ellos. La nariz luminosa ya no le incomodaba en el hocico y, de repente, parecía haber olvidado las ridículas astas de reno que, cada año, tenía que usar por esta época. ¡Llegó Nicolás! -gritó la niña más pequeña- ahora sí, es navidad.
@tatianaduplat