ALBERTO ABELLO | El Nuevo Siglo
Lunes, 27 de Agosto de 2012

Postergan manifiesto iracundo de Riosucio

 

Hace unos  días estuve en Riosucio, en el Festival de la Palabra, que coincide con el Carnaval del Diablo. La población  situada en una cumbre  goza de temperatura ideal. Por las laderas de los auríferos  dominios indígenas  un  día aparecen dos sacerdotes con algunos seguidores. En 1819, José Bonifacio Bonafont y José Ramón Bueno, ejercen la piadosa actividad de salvar almas desde  dos parroquias vecinas y rivales. Celosos de sus  fueros eclesiásticos, no gustaban que su clientela  la dispute el vecino, así que erigen un Cristo que   deslinde  las comunidades, en el caserío conocido como  Quiebralomo de La Montaña. Sin que dicha figura de Jesucristo infundiera temor a las gentes, puesto que su presencia recuerda la doctrina del perdón, y siguen moviéndose libremente de un lado a otro.  Los lugareños asistían indistintamente a las iglesias situadas  a un par de cuadras de distancia, por lo que los sacerdotes  deciden cambiar la estatua de Jesús por una del diablo, de manera que los parroquianos por temor no sigan traspasando dichos  linderos religiosos. En  el imaginario popular surge el Carnaval del Diablo, el cual no aparece asustando a nadie, incluso participan chiquillos, puesto que se trata de un diablo casero, conocido, familiar, tan natural e inofensivo como la cristalina agua regional.

 Sobre el Carnaval se tejen  numerosas consejas, siendo la parodia  jocosa del diablo humanizado, que cada quien interpreta al gusto, unos de capa, algunos de traje de ceremonia, otros de sacoleva, incluso se presenta una comparsa al estilo del Zorro, de negro, antifaz y espada de utilería. Tuve la sensación de que asocian al diablo con personajes  citadinos. Esta vez, los aplausos se los lleva una comparsa en la que predominan chicas, precedidas de un diablo simpático que hacía como de maestro de ceremonias, mientras ellas al son de los tambores de las bandas con juvenil gracia, marchan con  los ojos brillantes y alegres, la sonrisa en los labios, mostrando blancos dientes enmarcados en húmedos y tentadores labios rojos. Danzan   envueltas en  largas capas, que dejan ver las piernas, el ombligo y parte del torso. Semejan sombras  de bronce al atardecer cuando recorren lentamente, en medio de la multitud alegre, al son de los tambores, la distancia que separa las iglesias;  lejos de representar un aquelarre como pretenden forasteros morbosos.

El famoso Festival de la Palabra, paupérrimo  de recursos, por voluntad de unos pocos héroes de milagro se realiza. Trata de asuntos existenciales;  cultura, literatura, historia, arte, poesía,  problemas públicos, el oscuro desafío del destino, el olvido del Gobierno nacional, que aparece como el gran  ausente, ni el Gobernador asiste.  Los pasillos hierven de denuncias contra  sucios  politiqueros que deslizan su garra por el tesoro público. Las inquietudes y  preguntas llueven. Se propone un Manifiesto Iracundo contra los males nacionales, la corrupción, la indignidad, el transfuguismo, la mediocridad, la violencia, que los intelectuales postergan con su escepticismo y  tesitura habitual. El Festival trata  los negocios  del país, como el  oprobioso microcosmos municipal, asunto que ignoran los medios,  regodeados,  casualmente,  con  el día de la pereza de Itagüí.