Postergan manifiesto iracundo de Riosucio
Hace unos días estuve en Riosucio, en el Festival de la Palabra, que coincide con el Carnaval del Diablo. La población situada en una cumbre goza de temperatura ideal. Por las laderas de los auríferos dominios indígenas un día aparecen dos sacerdotes con algunos seguidores. En 1819, José Bonifacio Bonafont y José Ramón Bueno, ejercen la piadosa actividad de salvar almas desde dos parroquias vecinas y rivales. Celosos de sus fueros eclesiásticos, no gustaban que su clientela la dispute el vecino, así que erigen un Cristo que deslinde las comunidades, en el caserío conocido como Quiebralomo de La Montaña. Sin que dicha figura de Jesucristo infundiera temor a las gentes, puesto que su presencia recuerda la doctrina del perdón, y siguen moviéndose libremente de un lado a otro. Los lugareños asistían indistintamente a las iglesias situadas a un par de cuadras de distancia, por lo que los sacerdotes deciden cambiar la estatua de Jesús por una del diablo, de manera que los parroquianos por temor no sigan traspasando dichos linderos religiosos. En el imaginario popular surge el Carnaval del Diablo, el cual no aparece asustando a nadie, incluso participan chiquillos, puesto que se trata de un diablo casero, conocido, familiar, tan natural e inofensivo como la cristalina agua regional.
Sobre el Carnaval se tejen numerosas consejas, siendo la parodia jocosa del diablo humanizado, que cada quien interpreta al gusto, unos de capa, algunos de traje de ceremonia, otros de sacoleva, incluso se presenta una comparsa al estilo del Zorro, de negro, antifaz y espada de utilería. Tuve la sensación de que asocian al diablo con personajes citadinos. Esta vez, los aplausos se los lleva una comparsa en la que predominan chicas, precedidas de un diablo simpático que hacía como de maestro de ceremonias, mientras ellas al son de los tambores de las bandas con juvenil gracia, marchan con los ojos brillantes y alegres, la sonrisa en los labios, mostrando blancos dientes enmarcados en húmedos y tentadores labios rojos. Danzan envueltas en largas capas, que dejan ver las piernas, el ombligo y parte del torso. Semejan sombras de bronce al atardecer cuando recorren lentamente, en medio de la multitud alegre, al son de los tambores, la distancia que separa las iglesias; lejos de representar un aquelarre como pretenden forasteros morbosos.
El famoso Festival de la Palabra, paupérrimo de recursos, por voluntad de unos pocos héroes de milagro se realiza. Trata de asuntos existenciales; cultura, literatura, historia, arte, poesía, problemas públicos, el oscuro desafío del destino, el olvido del Gobierno nacional, que aparece como el gran ausente, ni el Gobernador asiste. Los pasillos hierven de denuncias contra sucios politiqueros que deslizan su garra por el tesoro público. Las inquietudes y preguntas llueven. Se propone un Manifiesto Iracundo contra los males nacionales, la corrupción, la indignidad, el transfuguismo, la mediocridad, la violencia, que los intelectuales postergan con su escepticismo y tesitura habitual. El Festival trata los negocios del país, como el oprobioso microcosmos municipal, asunto que ignoran los medios, regodeados, casualmente, con el día de la pereza de Itagüí.