ALBERTO MEDINA MÉNDEZ | El Nuevo Siglo
Jueves, 26 de Junio de 2014

La complacencia

 

La sociedadse enfada a menudo con la política. La corrupción crónica,la impericia, las permanentes contradicciones discursivas, la ausencia de ideas para gobernar, la abundancia de privilegios y el despilfarro de los dineros públicos, son solo parte de una larga nómina de detestables prácticas que molestan a buena parte de la ciudadanía.
Eso no podría darse sin la complicidad de una comunidad que se enoja, pero no lo suficiente, que se incomoda pero no reacciona. La bronca dura poco, para luego naturalizar lo inadmisible y aceptarlo todo como parte de una realidad que duele pero se soporta.
En algunas democracias más maduras, simples actitudes individuales incorrectas de los líderes políticos o declaraciones inapropiadas, dejan fuera de la carrera política a cualquiera que pretenda postularse a un cargo. En esas sociedades los niveles de exigencia son muy elevados.
No todo lo que acontece es exclusiva responsabilidad de la política. Si la sociedad tolera la corrupción, con liviandad, no puede esperar que esta se extinga por arte de magia. Cuando los mecanismos básicos no funcionan, no es razonable creer que algo cambiará. Eso ya no es culpa de la política, sino de la patética conducta cívica de absoluta pasividad frente a cada despropósito. Los ciudadanos son participes necesarios de mucho de lo que acaece.

La ciudadanía cree que todos son iguales y se siente empujada a elegir entre dirigentes corruptos e ineptos. Para disponer de mayores alternativas resulta imprescindible que las barreras de acceso sean mínimas. Sin embargo, la legislación vigente consagra con categórica convicción el monopolio de los partidos políticos.
El financiamiento de la política es un capítulo que se agrega, ya que más allá de lo dice la legislación, a la hora del ejercicio cotidiano, la evidencia demuestra que, el que controla la "caja" estatal, la usará sin disimulo, para hacer política con absoluto descaro e impunidad y sin rendir cuentas.
La inexistente transparencia en el funcionamiento del sistema, favorece a los más inescrupulosos e invita a ser parte de la cofradía para así acceder a los espacios de poder. Un ciudadano cualquiera, por capaz, honesto, e inteligente que sea, no puede postularse como candidato a un puesto público si no pertenece a un partido político o, al menos obtiene previamente una convocatoria y aval de una agrupación para hacerlo.
Lo que sucede en el presente tiene muchas explicaciones. Pero también queda claro que, gran parte de lo que ocurre se produce porque una ciudadanía bastante hipócrita lo respalda con una desmesurada complacencia.
albertomedinamendez@gmail.com