ALEJANDRO MEJÍA ORTIZ | El Nuevo Siglo
Martes, 23 de Agosto de 2011

Cuento sin hadas


“Acostumbrados a su existencia no valoramos su importancia”


LA  poca estabilidad que aún queda en este país está apoyada sobre los hombros de esos colombianos abnegados que se dedican a hacer oficios que otros colombianos con más dinero simplemente no son capaces de hacer. Muchos se ahogarían en su propio ego, si algún buen día la vida y su justicia selectiva, buena para nada, decidieran que es hora de que carguen un trapero en una mano y un destapador de inodoros en la otra.


Me refiero a los que con resignación lavan baños y calzoncillos de un grupo familiar de extraños, destapan sus tuberías, abren mecánicamente las puertas para que los inquilinos no se molesten en empujarlas. Los que entre la desesperanza y la simpleza limpian las joyas de plata de otro. Cortan el césped de jardines más amplios que su covacha. Lustran zapatos a cambio del lumbago o curan la torpeza del olvido abriendo cerraduras.


Sobre los hombros de, estos sí, buenos muchachos, reposa parte del peso de este país inequitativo. Si este fuera un lugar decente: un plomero cobraría un ojo de la cara y una empleada doméstica sería placer exclusivo de millonarios. En algunos hogares de Colombia trabajan de a pares y aún así no dan abasto. Sus hombros son anchos. Soportan ese peso, el mío y el de los que aspiran (amos) a tener ese estilo de vida, con empleadas y sirvientes.


Rasgo clásico de esa relación gamonal-jornalero que algún genio disfrazó como “empleador” y “trabajador”, es que se suele descalificar el trabajo de estas personas. Probablemente estamos tan acostumbrados a su existencia que no valoramos su importancia. Me pasó con el nuevo celador de mi edificio: le cargo bronca porque no saluda con una sonrisa. Apenas gesticula.


Ese individuo que sólo musita entre dientes: “buenos días” me abordó una tarde. Me preguntó si era abogado. Me contó su caso y sigo conmovido a pesar de su poca simpatía. Se trata de uno de esos “héroes de la patria”, voluntarios del Ejército. Fue a parar en algún chiquero, como el duodeno, pero en el Caquetá. Como contraprestación a su servicio y muestra de gratitud, el Ejército Nacional lo despidió por contraer Leishmaniasis. Ocurrió mientras servía a la patria que defendió durante 8 años. La misma patria que roba a las víctimas del invierno y a los contribuyentes que pagan a tiempo sus obligaciones fiscales o que subsidia a las familias acaudaladas a costa del campesino corriente.


Para mí, el celador seguirá siendo un tipo amargado. Al final de la consulta casi ni me da las gracias. Aunque pensándolo bien, tiene la razón en no hacerlo: me contó su caso y yo sólo pude encogerme de hombros. Fruncí el ceño y le expliqué que si lograba hacer esfuerzos para contratar un abogado, con seguridad tendría un proceso judicial tan incierto como ganarse el baloto, con la única seguridad de que la sentencia no saldrá antes de ocho años.
No hay final feliz...
Twitter: @mejiamejiamejia