Voy camino a Garzón, Huila, y el sopor de los 32 grados de la carretera me pone frente a Aristóteles; es que somos seres necesitados del otro, y solo desde la Ética puede darse una relación de acogida y de hospitalidad en la alteridad.
No se puede vivir humanamente sin el otro. El otro existe como un legítimo otro en la convivencia, sin cuya presencia no podemos ser. La otredad nos permite asumir la mismidad. Así como no hay cóncavo sin convexo. Ni adentro sin afuera.
Sin motivo aparente me llega una de las imágenes más vívidas de mi infancia, cuando por primera vez oí la frase “el otro existe”, dicha por Gerardo Valencia Cano, en el balcón de nuestra casa, en Cali, a mediados de la década de 1960, cuando yo era una niña y Monseñor el mejor amigo de mi papá.
Cada visita de Monseñor a nuestra casa era el preámbulo de experiencias inusitadas para mí, una chiquita de seis años: las quejas de mi papá por lo difícil que había estado el viaje por la carretera “destapada” -por entonces ir al puerto tardaba ocho horas-; las canciones de alguien a quien ellos llamaban “El Jefe” (Daniel Santos) oyéndose por los parlantes de nuestra radiola en vez de los canticuentos de Sonolux, y las tenidas de poesía en el balcón en las que Monseñor recitaba a un tal cardenal (Ernesto, el poeta nicaragüense).
Monseñor esperaba la llegada de nosotros los niños y luego se iba diciendo: “voy a que el Obispo me regañe”. A veces no dormía en la Diócesis (Cali no era aún una Arquidiócesis), sino en mi casa y se alborotaban todas las rutinas.
Cuando a la tertulia se sumaban los primos de mi papá, los sacerdotes jesuitas Mario y Oscar Mejía Llano, quienes más tarde serían respectivamente rectores de los colegios San Ignacio y San Juan Berchmans, Monseñor los regañaba por “encumbrados” o “estirados” dizque porque les faltaba “untarse de otros” para saber cómo era el mundo real.
Durante toda mi niñez oí Salmos y Epigramas en mi balcón; antes de los diez años ya sabía cosas de la Teología de la Liberación, el Grupo Golconda y el Concilio Vaticano II.
En 1972, cuando Monseñor murió, mi papá me abrazó y me dijo: “Nunca olvides que el otro existe”. Lección que recuerdo mucho más ahora que la Iniciativa de Finanzas Rurales de Usaid me pone de cara a una Colombia olvidada: la del posconflicto.