Hace unos meses participé de un coloquio en el que -entre otras vainas- se habló de cómo los escritores latinoamericanos (barra “as”) afrontábamos el hecho de escribir novelas utilizando el idioma español que se habla en cada país y si era entendido o no por los lectores españoles; si deberíamos mantenernos inamovibles o si nos abriríamos a utilizar un idioma más “neutral”. Ni lo uno ni lo otro y las dos cosas también. Depende, dijo Einstein.
Si una historia sucede en el chaco boliviano y una anciana vende porotos, (así su padre le haya enseñado que se llaman kumanda en lengua guaraní) y un turista venido de Barcelona, Catalunya, Spain, le pregunta cuánto cuesta el kilo de alubias (así su madre le enseñara a decirle mongetas en lengua catalana), la historia peligraría, si quien escribe ignorara que se trata de aquella legumbre en forma de riñón y que en sus más de 400 especies también es llamada fríjol, fréjol, frisol, caraota, faba o habichuela. Eso sí, de ninguna manera pondría en labios del personaje: póngame medio kilo de phaseolos vulgaris, por inverosímil y pretencioso.
Sabemos que los idiomas se mueven, se anquilosan, se parapetan, mutan, se enriquecen empobreciendo, se permean, se prestan los unos a los otros. Por eso las calles han sido asaltadas por brunches y pokebowls, y las oficinas por chief executive officers y content mamagers; por lo mismo que aún se pueden narrar historias en español-español (con sus contaminantes) como este fragmento que encontramos:
“Esa noche había barbacoa. Él se ha puesto un vaquero y un jersey de lana cardada del color de las ovejas sucias. Ella lleva pantalones negros y una chupa roja que deja ver un sujetador oscuro y el perfil de dos pechos medianos. Qué frío, tío, dice ella, subamos al coche. Conduce tú, dice él, estoy hecho polvo. Ella toma las llaves. Ya sabes, con la izquierda oprime el embrague y ponlo en punto muerto, bromea él. Ella lo mira mal, enciende el coche, que ruge como un león perezoso. Se pone en marcha. ¿Trajiste las nubes? pregunta él; estaban en el aparador. ¿Y el beicon tampoco? Ella no le presta atención. Da marcha atrás, protesta el tipo; si no fuera porque me dejé el mechero, no regresaría al piso ni loco”.
Si -por ejemplo, sólo verbi gratia- a un editor colombiano (de Pamplona) le diera por publicar ese bestseller (diga superventas, plís), la traducción para los locales podría ser:
“Esa noche había asado. Él se puso un bluyín y un suéter de lana cardada del color de las ovejas sucias. Ella tiene pantalones negros y una chompa roja que deja ver un brasier oscuro y el perfil de dos senos medianos. Qué frío mano, dice ella, montémonos al carro. Maneje usted, dice él, estoy mamao. Ella coge las llaves. Ya sabe, con la gocha empuje el cloch y ponga la palanca en neutro, le mama gallo él. Ella lo mira mal, prende el carro, que ruge como un león perezoso. Arranca. ¿Trajo los masmelos? pregunta él; estaban en la alacena. ¿Y la tocineta tampoco? Ella no le para bolas. Eche reversa, rezonga el man; si no fuera porque me dejé el briqué, no volvería al apartamento ni de fundas”.
Alumbramos al santo, o lo quemamos. Estamos contaminados o tan sólo nos acostumbramos a los préstamos. Nos entendemos o no. El idioma es amplitud, abundancia y también contención. Otra cosa es que haya escritores (barra “as”) que usen las palabras de siempre y construyan frases lampiñas, y lectoras y lectoros que prefieran historias con la cortedad de su diccionario.