Andrés Molano-Rojas* | El Nuevo Siglo
Domingo, 5 de Junio de 2016

Primero fue la euforia:  cuando el secretario general de la OEA, decidió invocar el artículo 20 de la Carta Democrática Interamericana y solicitó al Consejo Permanente realizar “una apreciación colectiva de la situación” en Venezuela, y adoptar “las decisiones que estime conveniente”.  Luego vino la decepción (y la arremetida contra la OEA y el señor Almagro): cuando lo único que decidió el Consejo Permanente fue no decidir nada, contentándose con una tibia declaración, que empieza reafirmando el principio de no intervención -uno de los fetiches favoritos del populismo latinoamericano-, y acaba apoyando todos los esfuerzos de entendimiento y diálogo “entre el Gobierno, otras autoridades constitucionales y todos los actores políticos y sociales” de ese país.

Así quedaron frustrados los que esperaban no solo la invocación, sino la aplicación de la Carta de marras; y respiraron tranquilos quienes más la temían.  Los unos, porque creyeron que la suspensión de Venezuela de la OEA provocaría lo que no han podido provocar hasta ahora ni las divisiones internas del chavismo, ni los éxitos electorales de la oposición, ni la escasez y el desabastecimiento, ni las protestas populares:  la caída de Maduro.  Los otros, porque haberlo hecho “podría proveer una cobertura política a una posible intervención militar extranjera en Venezuela” en represalia porque su gobierno “no se alinea con los objetivos de la política exterior de Estados Unidos”.  (Eso dice, por ejemplo, el Council on Hemispheric Affairs en un mensaje público dirigido al secretario Almagro).

Entre euforia y decepción, entre ingenuidad y mamertismo, podría pensarse que el perdedor de todo el episodio -además, naturalmente, de los propios venezolanos- es Luis Almagro.  Ese sería un craso error.  Almagro es un diplomático curtido.  Tiene la voluntad y el liderazgo de los que carecía el desastroso Insulza.  Pero sabe que la OEA tiene limitaciones: las impuestas por los Estados miembros, las que se derivan de problemas estructurales (una burocracia demasiado onerosa, una heterogénea colección de programas y proyectos con frecuencia desfinanciados), y las que constituyen el legado directo de su predecesor, entre otras.

En ese contexto, el logro de Almagro es haber puesto a Venezuela en la agenda de la OEA, y a la OEA en la escena interamericana; reivindicar para la esclerosada organización una causa (la defensa de la democracia y los derechos humanos); y derivar de ella recursos simbólicos que compensen la precariedad de sus capacidades materiales efectivas.

No es poca cosa para quien lleva apenas un año en el cargo y tiene aún, por lo menos, otros cuatro por delante.

*Analista y profesor de Relaciones Internacionales