MÁS de cincuenta muertos y otros tantos heridos es el balance que deja el amotinamiento ocurrido la madrugada del martes 28 de junio en la cárcel de Tuluá. El Inpec ha reconocido que en dicho centro carcelario había hacinamiento. En el pabellón ocho, donde ocurrió la conflagración, había 108 presos. La cárcel, tiene una sobrepoblación del 17%. Todo sucedió, al parecer, por una riña entre internos que, al intentar ser controlada, los mismos presos prendieron fuego a sus colchones, provocando un incendio en cascada, que ocasionó el terror y desastre entre ellos; aunque otros hablan de un intento de evasión masiva.
Presuroso salió el Gobierno a lamentar lo sucedido y anuncia la correspondiente investigación. Paños de agua tibia; remedios totalmente inútiles para la enfermedad grave que padece el sistema penitenciario colombiano.
A la corrupción, que es manifiesta, se suman otros graves problemas ya conocidos, como el del hacinamiento en las cárceles. Gracias a la pandemia y las medidas adoptadas, pasamos de una aglomeración del 48%, al 18% que se informa al día de hoy. Sin embargo, en los centros de reclusión se violan los más elementales derechos humanos; espacios no idóneos e insuficientes hasta para dormir, hay pico y placa durante la noche en penitenciarias como la del Pedregal en la ciudad de Medellín; presos que duermen en los pasillos; y no es atípico que los internos pernocten de pie, por turnos o en los baños. Ahora, para el recluso que tiene dinero, todo se consigue; cambio de patio, cama individual, fiestas, celular y hasta salidas del penal con custodia del Inpec.
En la mayoría de las 133 cárceles y penitenciarías del país, impera la ley del silencio para que cada uno de los esquemas de poder dentro de las cárceles, verdaderas mafias, puedan cumplir sus propósitos de corrupción. Desde el director que cobra millonadas por un cambio de patio, hasta el guardia que permite la entrada de droga, armas, comida o un celular y los reclusos que distribuyen. En las cárceles gobierna el hampa y son verdaderas universidades del delito.
El sistema no cumple con su función de resocializar al delincuente. Todo puede pasar allí menos la rehabilitación de un preso. El personal penitenciario es insuficiente para mantener la seguridad, y aprovechan los criminales con liderazgo para instaurar su sistema de privilegios. El aseo, la higiene, la alimentación son escasos y las visitas familiares se dificultan.
Hay que impulsar un verdadero revolcón en su sistema carcelario. Muchas opiniones se escuchan, desde separar los organismos de administración y vigilancia, construir más cárceles y hasta de privatizarlas para buscar un funcionamiento más eficiente, más seguro y más humano. Que la pena sea aflictiva, como debe serlo toda reclusión, pero que también permita la rehabilitación y la incorporación del recluso a la sociedad. Hay que pensar también en remplazar las condenas en prisión por medidas sustitutivas, más efectivas en términos de readaptación social y menos caras: monitoreo electrónico, libertad condicional, servicio comunitario, justicia terapéutica, etc., por supuesto, para ciertos delitos.
¡Ojalá! no se requieran otros desastres como el de Tuluá para que al fin se le ponga atención a un problema inaplazable.