Hay gobiernos que se caracterizan por la inconsistencia, la improvisación y la pusilanimidad.
Pero si a todas las anteriores se le agrega la propensión al error, entonces se tiene un fenómeno al que podría llamarse arquiogenia.
Semejante término no existe; pero si de ensayar neologismos se trata, ninguno mejor que éste que aquí proponemos y que, en principio, se nos antoja altamente útil para describir la conducta de Pedro Sánchez, presidente del gobierno español.
En efecto, el prefijo ‘archi’ supone autoridad, de tal forma que al hablar de arquiogenia, se hace alusión a los errores que, cometidos por un gobernante, ocasionan un impacto negativo sobre los ciudadanos, tal como sucede cuando se habla de iatrogenia, es decir, el error cometido por el médico que termina afectando al paciente.
De hecho, Sánchez no es el único, pero junto a otros exponentes que han pululado y siguen pululando por estas tierras, comparte, con creces, el podio universal de la arquiogenia.
Primero, fue el ultimátum que se inventó hace pocos días para obligar a Nicolás Maduro a convocar a elecciones presidenciales en tan solo una semana, so pena de reconocer a Juan Guaidó como presidente interino de Venezuela.
Por supuesto, tan glamoroso arrebato de fuerza, poder y firmeza fue completamente desestimado por un dictador que, por cierto, se solazó infinitamente con la confianza depositada en él por La Moncloa para preparar, en tan poco tiempo, unas elecciones libres, justas, limpias, tecnificadas, intachables, transparentes y verificables.
El otro momento sublime se presentó cuando la semana antepasada decidió complacer a los secesionistas catalanes anunciando un diálogo (léase negociación) en presencia de un relator internacional (léase mediador).
Relator-mediador que ha sido vieja aspiración del soberanismo independentista para internacionalizar sus pretensiones y poner en igualdad de condiciones a un gobierno nacional (dizque garante de la unidad), y a otro, autonómico, periférico, caracterizado por su inclinación a violar la Constitución y negar la igualdad entre los españoles.
Como es apenas obvio, en el primer caso, el del ultimátum, Sánchez se convirtió en el hazmerreír (léase líder rechazado, en términos sociométricos) de una comunidad internacional que, liderada por Bogotá, Washington y Brasilia, le advirtió, implícita y explícitamente, que Maduro no iba a prestarle atención alguna.
Y en el segundo, el del flamante relator-mediador, más se demoró en aceptar la figura que en acudir a liquidarla como si hubiese estado presa de alucinaciones al admitirla, o como si solo hubiese percibido la pérfida intención independentista tras haber estampado su firma.
Como sea, han sido tres partidos los que han subsanado los estropicios causados por Sánchez, convirtiéndose así en adalides de la integridad contra los rebeldes y sediciosos que anidan en algunas provincias del Reino: Ciudadanos, Vox y, por supuesto, el Partido Popular.
Su firme determinación constitucionalista ha quedado grabada en letras rojigualdas en el Manifiesto del 10 de febrero del que aquí reproducimos el penúltimo párrafo, verdadero antídoto de la democracia contra la arquiogenia: ¡”No estamos dispuestos a tolerar más traiciones ni concesiones frente a aquellos que quieren destruir nuestra patria. Estamos aquí para decir alto y claro ... que la unidad nacional no se negocia”.